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PAGINAS ILUSTRADAS 3797 das de algas verdes, y fueron llevar su queja Neptuno, que no las escuchó.
Empezó, pues, construirse la espléndida villa y surgieron como por encanto jardines dignos de un Emperador; habian viveros repletos de anguilas, de horrible cabeza de serpiente, pero de carne suculenta, y jaulas con pájaros raros que se destinaban a los estómagos más delicados; bajo el pórtico de la villa resonaban la citara la flauta en honor de Servilia, hermana de Catón, esposa de Lúculo y la más bella entre las damas romanas.
Hubo alegres bailes, magníficas iluminaciones y juegos y festines de los que sólo Luculo tenía el secreto. hubo también urnas llenas de perfume de nardo. copas de cristal de colores que contenían perlas disueltas en vinos generosos; togas de púrpura, péplums de lino, joyas maravillosas, coronas de rosas y eternos himnos a la belleza y al amor. Acudían Megárida, enardecidos la lumbre de los ojos de Servilia, los jóvenes timidos que enmudecían en su presencia y los mozos osados, de palabra tal vez más audaz que la mirada, y los hombres ya maduros, ilusionados aún por el amor, y los viejos que suspiraban por su juventud perdida.
Servilia, joven, alegre, dichosa, sonreía al recibir este incienso de amor; sonreia siempre seductora y cruel como una sirena.
Lúculo, filósofo amable, gozaba con los triunfos de su mujer. Para él, las fiestas suntuosas que empezaban en la tarde y duraban hasta los primeros rayos de la aurora, los banquetes interminables en los cuales circulaba el néctar sin reposo, banquetes en que la imaginación del cocinero superaba la de los poetas y para cuyo servicio se fundían en los hornos las riquezas de un rey. Luculo se complacia en las conversaciones de Jos literatos de su tiempo y amenudo les donaba vasos de oro, animales raros, casas y jardines para demostrarles la magnificencia de un simple particular.
Su esposa subia entonces sonriente la colina del placer, mientras que él descendia tranquilo hacia la paz de la vejez. Por simple diversión hizo construir canales, levantó palacios y reculó al mar los lejos para agrandar los límites de su isla predilecta.
Servilia, en cambio, dejábase perfumar por sus esclavas, tomaba banos de leche de burra, portaba en sus delicadas orejas dos abultadas perlas que desgarraban su carne, vestia con túnicas hechas con tejidos aereos, se calzaba con sandalias de precios fabulosos y, sentada frente a su espejo de acero, pasaba las horas contemplándose. Su vida era el triunfo de la juventud y la belleza. Las miradas ardientes de sus enamorados dábanle como una aureola de fuego, y ella, como graciosa salamandra, marchaba en medio sin quemarse, envuelta en esa nube de adoración que le encantaba.
El mar gemia dulcemente en las riberas de Megárida, no osando violentarse, el sol la acariciaba con ternura, los cétiros ligeros hacían ondular T
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