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3836 PÁGINAS ILUSTRADAS El anillo de hierro la señorita Brígida Picado La desaparición de aquella alhaja era inexplicable. Por más que cavilaba y busqué una solución al misterio, no encontraba una explicación satisfactoria al asunto.
Se trata de aquel famoso brillante rosado, montado al aire en un anillo de hierro bruñido, que se rifo hará dos meses en el Club Internacional y que, con envidia de todos, me tocó en suerte. La piedra era magnífica, sin un solo defecto, de tamaño de una arveja, perfecta y con una coloración encarnada como las mejillas de un niño. El aro estaba formado con parte de uno de los clavos que sirvieron para crucificar Cristo. Era una alhaja inestimable y que sólo la miseria pudo obligar su dueño, el principe de Liccio, desprenderse de ella. Había pasa do de padre a hijo durante más de doce generaciones.
Yo no la usaba porque me venía un poco estrecha en el anular y demasiado grande en el meñique. Apesar de que había recibido magníficas ofertas de compra, no quería venderla; pues, aunque hago alarde de no ser supersticioso, me preocupaba profundamente la tradición que me refirió, al entregarme la alhaja, el principe de Liccio. Ahora Ud. posee esa valiosa joya, me dijo; joya que perteneció durante siglos a la real casa Lombarda y que junto con la corona de hierro, era lo más precioso que poseía aquélla, por estar formadas con los clavos de Cristo. Por lo tanto, me veo obligado confiarle lo que por tradición oral y secreta supe mi vez, cuando en su lecho de muerte me entregó mi padre ese anillo, El sacrilegio cometido por quien hizo fabricarlo, empleando cosa tan sagrada como esos clavos, ha traído la maldición del cielo sobre todos los que la usan. Por tanto, el día que Ud. venda pierda ese anillo, esté Ud.
seguro de que apenas le quedan dos meses de vida. Si, sesenta días. mi me quedan cincuenta y nueve, solamente cincuenta y nueve dias de vida. veía yo reflejado en el semblante del principe el terror que le causaba su próximo fin.
Estábamos ocho de setiembre y ya calculaba yo el tiempo que me quedaba de vida. Por más que trataba de convencerme de que aquello no era más que una fábula, la idea tenaz de la tradición me torturaba más que la pérdida material.
Pero, en medio de todo, lo que más me llamaba la atención era el modo como había desaparecido.
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