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LA REPUBLICA. Jueves 20 de octubre de 1977 Más teatro hispanoamericano manera de introducción para el estreno de Santa Juana de América, el 18 del presente en el local del Teatro Universitario.
Victor Valemon Esta temporada teatral posiblemente quedará en los anales del escenario costarricense como la del rescate del teatro hispanoamericano. Recuerdo en este momento Una bruja en el río, Sonata del alba, Cama de batalla, Hablemos a calzón quitado y 1934, a las cuales se puede sumar las adaptaciones americanas de Lisa y la de Rinconete y Cortadillo, el estreno de la Compañía de Teatro que ya demasiado se hace esperar. la lista respetable convenie añadir La vall.
Ja, obra discutida cuya reposición se anuncia para este sábado en el teatro Arlequín. Realmente, al poner como título de mi colaboración del de julio Reivindicación del teatro hispanoamericano estimo no haber incurrido en exageración.
Pues bien, ésta semana subió sobre el escenario otro digno representante de la creación escénica por nuestras latitudes. Luego de dos meses de intensa labor el Teatro Universitario nos presenta ahora Santa Juana de América, de Andrés Lizárraga. Al lado de Julio Mauricio, hénos aquí con otro representante del teatro argentino de la posguerra. En 1975, el mismo Teatro Universitario nos trajo El carro eternidad (1960. del mismo autor. Como Buero Vallejo, como Alberti, como otros creadores, Lizárraga (1919. primero se expresó con los pinceles, hasta que, demasiado ansioso por comunicarse en forma más directa con sus contemporáneos, eligió el teatro como vehículo artistico. Importante observación, porque precisamente como en el caso de los autores mencionados, Lizárraga concibe el teatro como instrumento, casi que como arma de combate.
En las obras de nuestro autor siempre prevalece la tesis social, sea, como en Los Linares (1958. su primera obra, a través de un costumbrismo corrosivo, sea, como en Jack el destripador (1967. última creación suya que conozco, a través de la comedia musical. En este mismo sentido va lo que la crítica considera como lo mejor de Lizárraga, su Trilogía sobre Mayo (1960) compuesta de Tres jueces para un largo silencio, Santa Juana de América, y Alto Perú.
La segunda le valió a su autor el Premio Casa de las Américas.
Desde 1809 hasta 1825 se registraron en el Alto Perú grandes movimientos de liberación. Ellos fueron, quizá, los que tuvieron raíces más populares en esa cruenta lúcha indo americana que nos independizo de España. Santa Juana de América es la historia de algunos de sus autores. Por medio del personaje histórico de Juana Azurduy (1 781 1852. el autor nos quiere mostrar por la via del arte lo que la moderna historiografia acepta ya como principio: que la historia la hacen los pueblos, no los reyes ni los generales. En este caso, Juana Azurduy, como Juana de Arco en otro momento histórico, alli en el actual Bolivia llegó a ser la encarnación del sentir popular de hambre, justicia y democrática repartición de tierras, la lucha va en contra del opresor español, como sistema heredado, simbolizado aquí en la figura del terrateniente Don Abelardo Acuña. Esta Juana, la nuestra, al igual que la francesa, fracasará en su propósito directo. Esta murió en la hoguera, la otra en el más espantoso olvido y abandono. Pero no importa. Ella sembró en tierra fértil.
Como bien lo destaca Mario Céspedes en sus notas históricas para una santa. en el santoral de las figuras que combatieron por nuestra libertad podrá lucir, con toda razón, y en primerísimo lugar, esta criolla Juana Azurduy. De allí el título de la obra de Andrés Lizárraga.
Aconsejo leer el trasfondo histórico que nos proporciona el distinguido profesor en el mismo programa de la obra. creo, al igual que el que la obra ha de llamar la atención del público, en primera instancia, por la actualidad perenne del tema, pero también por el montaje realizado, al cual me referiré en próxima colaboración.
El derecho a cambiar de ideas Uno de los derechos del ser humano más cuestionados, es la facultad de cambiar de ideas cuando la propia convicción indica que el camino hasta entonces seguido no era el que respondía a los más íntimos anhelos. Se pone en tela de juicio una decisión de esta indole y generalmente se la juzga como impropia de seres que, por conceptos de lealtad, deberian permanecer fieles a una idea o a una causa, aunque éstas ya no sean valederas.
La censura a una decisión de tal naturaleza, es no solamente injusta sino ilógica; porque en la misma esencia del ser humano, dotado de libre albedrío, reside la facultad de opción en un sentido o en otro. En este caso, el hombre es libre por naturaleza y una característica de la humanidad es la inmensa diversidad de ideas.
trínsecos erróneos, tal debe ser el camino a seguir. Es lo que propone la teologia moral cuando enuncia su principio: concientia certa semper sequenda est: la conciencia clerta siempre debe seguirse. si un hombre cree que la senda tomada por sus principios ha dejado de ser la que él deseaba, no solamente tiene el derecho a cambiarla, sino que debe hacerlo en honor a la sinceridad consigo mismo, y también con los demás. Es mil veces mejor este ejemplo, que el de aquellos que sólo por np. dar su brazo a torcer o seguir una tradición, permanecen aparentemente fieles a una ideología aunque en sus adentros renieguen de ella. peor aún cuando esa actitud adquiere características de servilismo, que disimula y justifica errores a ojos vistas, sólo por el prurito de una endeble lealtad. Son éstos, precisamente, los que se permiten enrostrar al que tuvo el valor de abandonar un camino para optar por mejores metas, y hasta usan la palabra traidor como si todos estuviésemos obligados a permanecer ligados para siempre a lo que no nos convence.
son, sin embargo, Wolsey, haciendo el doble juego al rey y al papa, o Talleyrand, sirviendo a cuanto regimen le vino en gana. Porque en estos personajes intervino en Ricardo Blanco Segura la forma más cínica la hipocresía y la propia conveniencia, ausente de verdaderas convicciones.
Todas estas reflexiones nos vienen a la mente, cuando vemos como en el juego político se trata de opacar la figura de algunos hombres públicos, sólo porque ayer apoyaron y defendieron una causa que en su momento creyeron buena y luego se separaron de ella, porque ya no respondía a sus ideales. Absurda posición la de quienes así razonan y triste condición la de aquellos que se entregan a un partido ciegamente, anulando los más nobles valores de su personalidad, como son la libertad de pensamiento y de acción.
Porque la única justificación de tal comportamiento, es la sinceridad; cuando ésta no existe, el cambio se impone y más que criticable es digno de elogio, El derecho a cambiar es sagrado; y quien no lo use cuando la voz de la conciencia se lo imponga, es un cobarde y un títere movido por los hilos de ajenos intereses. ningún hombre entiéndase bien, ninguno debe jamás instrumento de nadie. Quien cambia en busca de nuevos horizontes y mejores soluciones destinadas al bien común, puede dormir con la conciencia tranquila. Deplorable y vergonzoso es el ejemplo de aquellos que, según lo proclaman a los cuatro vientos, han permanecido fieles a una causa quizá con el implícito propósito de medrar a su sombra, y subrepticiamente ayudan en vergonzoso contubernio a sus ficticios oponentes de toda una vida. De éstos sí que nos libre Dios.
Nadie nació sujeto a ninguna ideologia política, religiosa o filosófica) todas ellas han sido creación de la mente humana, que se empeña en ponerse cortapisas y trabas a su propia existencia. Como tal, el hombre unicamente está sujeto a las leyes naturales, anatómicas, fisiológicas, e instintivas; porque todo lo que dependa de otros factores está sujeto a cambio. Desde ese punto de vista, no puede ser motivo de censura el hecho de que un hombre, adherido mentalmente a una idea o a una tendencia, cambie por convicción hacia otros aspectos dentro del mismo ámbito o totalmente opuestos. Afirmar lo contrario, sería presuponer una especie de fatalismo o predestinación del intelecto y de la voluntad, que obligarían a determinado ente a per manecer sujeto a normas establecidas, aun con repugnancia de su propia voluntad.
Todo ser debe seguir sus propias convicciones, siempre y cuando en ellas vaya implícita la más absoluta sinceridad; y aun cuando esa decisión llevase consigo elementos inser Desde este punto de vista, la historia nos ofrece múltiples casos en que grandes decisiones de aquella naturaleza cambiaron los destinos del mundo, para bien o para mal, pero los cambiaron. Para un católico ly yo lo soy. la protesta de Lutero juzgada a la luz de la teologia dogmática, puede ser monstruosa. Pero nadie puede negar su grande za y su valentía, cuando tuvo el coraje de clamar contra la triste herencia de disolución y relajamiento que Alejandro VI y Julio II heredaron a León en sentido contrario, nadie podría juzgar traidor a Tomás Moro por no seguir los pasos de Enrique VIII. Porque ambos personajes siguieron los dictados de su conciencia, decidieron el cambio, y con error o sin él, son altamente respetables. No lo Estar presente Roberspierre, en la plenitud de su omnipotencia, vivía.
con ostensible y agresiva humildad, en la modesta casa de un artesano. Frío, in alterable, personificaba o aspiraba a personificar, en todos los actos de su vida, la imagen intachable del asceta del poder. de aquel hombre exento de todas las tentaciones y complacencias, a quien Arturo Uslar Pietri sus contemporáneos pudieron llamar el incorruptible.
Sin embargo, el ciudadano Barbaroux, uno de los revolucionarios que lo visitó en su residencia ha dejado una curiosa y sorprendente descripción del ambiente: Hal una pequeña sala donde su imagen se hallaba repetida en todas las formas y por medio de todas las artes. Estaba pintado en la pared, a la derecha, grabado, a la izquierda. Su busto se levantaba al fondo y su bajorrelieve del otro lado. Había además, sobre la mesa, una media docena de Robespierre en pequeños grabados.
En la modesta casa lo único abundante era la imagen del poderoso huésped. No podía ser el resultado de un mero azar aquella acumulación de retratos, semblanzas y reproducciones más o menos felices de su propia fisonomía. Debían satisfacer un oscuro y evidente deseo no sólo de verse a sí mismo, sino sentirse famoso, admirado y asegurado de una cierta forma de inmortalidad y de permanencia.
Los psicólogos le han dado a esta tendencia el nombre de narcisismo, como recuerdo de aquel mancebo de la mitologia griega que, a fuerza de querer admirarse a sí mismo reBejado en el agua, terminó por caer en ella y perecer ahogado. Con todo el respeto que mi ignorancia debe a los especialistas de la psicologia, yo sospecho que el impulso que animaba a Robespierre iba mucho más allá del mero deseo de contemplarse a sí mismo.
Era, ciertamente, algo más tangible y menos platónico, lo que lo animaba. Tal vez la necesidad de mirar materialmente confirmada su fama y su importancia. De ver objetivamente consagrada una preeminencia que los demás hombres no tenían, y ciertamente, de multiplicar su presencia, de ver visible en muchas partes y de lograr escapar a las limitaciones ordinarias del tiempo y del espacio. Estar a la vez aquí y allá y asegurarse, en alguna forma fiable, de permanecer presente en el remoto mañana.
Es el mismo impulso que llevaba a los reyes antiguos a poner su retrato en la moneda, a crear un culto de divinidad para los emperadores romanos y a tener pintores de corte que retrataran a los poderosos en las más variadas edades y circunstancias.
No podemos decir que les faltara razón. No hay en toda la larga historia de Españía rey más conocido fisicamente por la posteridad que el desteñido y débil Felipe IV. No realizó grandes hazañas, ni desarrolló una acción política digna de memoria pero, en cambio, tuvo el supremo acierto de nombrar Pintor de Cámara a Velázquez. Así se aseguró la más viviente inmortalidad, fisica y real, si no en la historia general al menos en la fascinante historia del arte y en la gloria multitudinaria de los grandes museos.
Ese afán de permanencia lo compartieron igualmente muchos hombres verdaderamente grandes. No sólo Alejandro o César, sino nuestro casi contemporáneo Napoleón. Estatuas, monumentos, medallas, monedas, cuadros y libros, todo se utilizó para asegurar su gloria y su permanencia. No se puede hoy recorrer Paris sin tropezar con aquella mayúscula, rodeada de coronas de laurel, grabada sobre puentes, portadas y monumentos. Hitler y Mussolini no sólo hicieron lo mismo, en mayor escala y con medios modernos mucho más eficaces, sino que concibieron el espectáculo político como un inmenso teatro de la multitud que los convertía casi en seres sobrehumanos y míticos. El caso de Stalin no fue distinto. Su estatua se alzó en centenares de plazas y de edificios públicos. Su nombre se dio a ciudades. Era una manera estar presente en todas las horas, en todos los sitios y en todos los pensamientos.
La inmensa China se llenó de retratos y estatuas de Mao, de frases desplegadas y, en la hora de apogeo del LIBRITO ROJO. se podía decir que Mao se había convertido en el interlocutor continuo e inseparable de todos los chinos. Una simbiosis casi completa de un país y un hombre.
No sólo el hombre de poder llega de este modo a lograr sentir que ha escapado, en alguna forma, a los límites de la condición humana y estar presente ante todos los hombres todo el tiempo, sino que también, quizás, en la formación de las oscuras raíces del fenómeno del poder entra este elemento mágico e irracional que viene del fondo de la psicologia ancestral del hombre.
No sólo el deseo de permanecer, de inmortalizarse, de escapar de la fuga del tiempo, que lleva a los enamorados a escribir su nombre en los troncos de los árboles o a tantos seres anónimos y pasajeros a grabar su nombre en portales y monumentos. En las columnas dóricas del templo de Poseidón en el cabo Sunium están esculpidos con gran esfuerzo nombres e iniciales de gente que nadie sabe ni sabrá nunca quiénes son. Ponían a su manera su nombre como Napoleon ponía su en los puentes de París.
Es también la necesidad, compartida, de mantener la mágica relación del poder en un presente sin término.
de Este documento es propiedad de la Biblioteca Nacional Miguel Obregón Lizano del Sistema Nacional de Bibliotecas del Ministerio de Cultura y Juventud, Costa Rica.
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