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En su relato "Ginger sin Fred", Alberto Cañas muestra cómo un hombre anónimo –el narrador en este caso– conquista a una estrella de cine.
La estrella, Ginger Rogers, y el narrador parecen transportarse a otro mundo, gracias al influjo de la danza, y logran poner en medio de dos paréntesis a Fred Astaire, galán oficial de la cinta. “Ginger sin Fred”, una de las 13 piezas del reciente libro de Cañas Tanto esfuerzo para nada, es uno de aquellos ejercicios ilusionistas que saben a verdad.
Me recordó a La rosa púrpura del Cairo, filme de Woody Allen donde los personajes salen de la pantalla y se mezclan con la gente; y allí, una espectadora (Mia Farrow) enamorada de un actor, llega a cautivarlo, al punto de que la película corre el riesgo de quedar inconclusa.
Festejada pierna. En Marlene en el sur, Homero Alsina Thevenet confiesa que él sedujo a Marlene Dietrich, una de cuyas dos piernas fue la más festejada del cine. Marlene andaba de gira por el continente austral, en 1959, y ofreció en Buenos Aires y Montevideo un par de conferencias de prensa a las que asistió el escritor uruguayo.
Fue un asunto de gestos, miradas, complicidades, una mutua abstracción de dos seres en medio de la muchedumbre. Lo suficiente para hablar de un roce de almas y de un encuentro excepcional.
El poder de un recuerdo. Las ficciones que acabo de citar, creo, ilustran el poder de un recuerdo muy viejo, no personal; y ante semejante fuerza, la realidad cede por un breve instante. Solo un instante. Los tres autores comprenden que no hay, no puede haber cohabitación duradera entre una persona y un personaje, lo que hace la cosa más difícil si el personaje de allá es adorado por la persona de aquí.
La historia de don Beto, la cinta de Woody Allen y el testimonio de Homero nos remontan a nuestro inconsciente colectivo, a un fracaso de la especie, al día terrible en que los griegos advirtieron que los seres humanos y los personajes; es decir, las diosas y los dioses, ya no podían compartir el mismo cuento.
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