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Ya está en las libros librerías su corrosivo libro Estúpidos hombre blancos. Pero Maichael Moore no deja de asumir una posición crítica como intelectual y observador atento de la actualidad en Estados Unidos.
Desnuda no sólo la agresiva política internacional, sino la forma en que un grupo económico destruye a la nación norteamericana. Esa visión que no está en Hollywood, ni en las grandes cadenas de información y entretenimiento, aparece en su libros con un lenguaje directo y crudo. En este estracto de su libro más reciente muestra las maquinaciones de ese grupo económico y sus cómplices en el gobierno realizan para generar ambientes ficticios que favorezcan sus juegos financieros.
El juego de los ultraliberales muestra su falta de humanidad, su voracidad y su hacer inescrupuloso y cortoplacista. No sólo ninguna sociedad puede perdurar con tales grupos en el poder, sino ninguna sociedad. Veamos este extracto de «Dude, where is my country?» (Amigo, ¿dónde está mi país?) de Michael Moore.
Quizá el mayor éxito de la guerra contra el terrorismo haya sido su habilidad para distraer la atención del país entero de la contienda que las grandes empresas mantienen contra todos nosotros. Tras los ataques del once de septiembre de hace dos años, las grandes compañías de EE UU reaccionaron como un boxeador grogui, lanzando furibundos golpes a diestra y siniestra hasta dejar a millones de norteamericanos sin ahorros, sin pensiones y con pocas o ninguna esperanza de un futuro mejor para ellos y para sus familias. Los bandidos de las grandes finanzas y sus cómplices en el Gobierno han tratado de echarle la culpa de la ruina económica a la que ellos nos han llevado a los terroristas, a Clinton y hasta a nosotros mismos, la gente de la calle.
Pero, en realidad, la destrucción total de nuestro futuro económico se basa exclusivamente en la avaricia de los «muyahidines» de las sociedades anónimas.
La toma del poder ha tenido lugar delante de nuestras propias narices. Se nos ha obligado a tomar algunas poderosísimas drogas para que no demos problemas mientras esta banda de consejeros delegados sin ley nos asalta. Una de estas drogas es el miedo y la otra es conocida como Horatio Alger.
La droga del miedo funciona así: se nos dice repetidas veces que gente malvada y espeluznante va a matarnos y que debemos confiar absolutamente en los directores de las grandes empresas, que ya se encargarán de protegernos. Ellos saben lo que es mejor y no hay que ponerlos en cuestión nunca, aunque nos pidan que corramos con los gastos de un recorte fiscal que les beneficia a ellos, o si deciden cortar de un tajo los subsidios por enfermedad o subir el precio de la vivienda. Y si no cierras la boca, te conformas y trabajas como un mulo, te despiden. Trata entonces de encontrar un nuevo puesto de trabajo con esta situación economía, infeliz.
La otra droga es más dulce. Nos la recetan de niños en forma de cuento de hadas, ¡pero un cuento de hadas que puede hacerse realidad! Se trata del mito creado por Horatio Alger. Alger fue uno de los escritores norteamericanos más populares de finales del siglo XIX. Sus historias presentaban personajes de ambientes empobrecidos que, echándole agallas, determinación y trabajo duro, eran capaces de alcanzar grandes éxitos en esta tierra de oportunidades sin límite. El mensaje era que cualquiera podía triunfar en EE UU y triunfar a lo grande.
En este país somos adictos a este mito feliz de que se puede pasar de la pobreza a la riqueza. En otras democracias industrializadas la gente se siente satisfecha con ganar lo suficiente para pagar las facturas y mantener a sus familias. Son pocos los que tienen un deseo criminal por hacerse ricos. La mayoría vive con los pies en el suelo, donde son solo unos pocos, siempre otros, los que se hacen ricos, así que más vale irse acostumbrando.
Eso sí, los ricos en esos países tienen mucho cuidado de no tensar demasiado la cuerda y a los avaros hijos de puta, que también los hay, se les somete a algunas restricciones. En el sector industrial, por ejemplo, las mayores diferencias en Europa se dan en el Reino Unido, donde los consejeros delegados británicos ganan 24 veces más que el promedio de sus trabajadores. Los consejeros delegados alemanes y los suecos ganan, respectivamente, «sólo» 15 y 13 veces más que sus empleados. En cambio, aquí, en EE.UU., el consejero delegado promedio gana 411 veces el salario de sus trabajadores. Los europeos adinerados pagan hasta un 65% en impuestos y saben muy bien que no les conviene quejarse demasiado por ello o el pueblo les podría complicar las cosas aún más.
En EE UU tenemos miedo de ponerlos en su sitio. Odiamos mandar a nuestros altos ejecutivos a la cárcel cuando se saltan la ley. Siempre estamos dispuestos a rebajarles los impuestos, aunque los nuestros suban. No queremos hacer nada que quizá pueda perjudicarnos el día que acabemos por ser millonarios nosotros también. Esta idea resulta tan creíble porque la hemos visto hacerse realidad. En cada comunidad hay al menos una persona que va por ahí pavoneándose y recordándonos a todos que sí, que es posible pasar de la pobreza a la riqueza. El mensaje que se nos lanza no tiene nada de sutil: «¿te das cuenta? ¡Yo lo conseguí! ¡Tú también puedes hacerlo!»
Fue este mito tan seductor el que llevó a millones de trabajadores a invertir en bolsa durante los noventa. Habían sido testigos de cómo los ricos habían ganado muchísimo dinero en los ochenta y pensaron, «hombre, esto también me podría pasar a mí».
La gente con dinero hizo todo lo que pudo por potenciar esta actitud. Hay que tener en cuenta que en los años ochenta sólo un 20% de estadounidenses poseía acciones. Wall Street era el juego que sólo los ricos podían permitirse y estaba muy por encima de las posibilidades del ciudadano medio.
Hacia finales de los años ochenta, sin embargo, los ricos parecían no tener bastante con los beneficios extraordinarios que habían conseguido hasta entonces y no acababan de encontrar la manera de que el mercado continuara creciendo.
No sé si fue la genial idea de un corredor de bolsa en una reunión creativa o la sigilosa conspiración de todos los ricachones juntos, pero el caso es que el juego dio comienzo. «¿Oye, y si convencemos a la clase media para que nos dé su dinero y nos hagamos aún más ricos?».
De repente era como si todo el mundo que yo conocía se hubiese subido al carro de la bolsa. Dejaban que sus sindicatos invirtieran todo el dinero de sus pensiones en acciones. Una y otra vez aparecían noticias en los medios de comunicación de gente trabajadora normal y corriente que se habían hecho prácticamente millonarios y podían permitirse dejar sus empleos. Era como una fiebre que estaba afectando a todo el mundo. Había currantes que corrían a canjear los cheques de las nóminas y llamaban a sus «brokers» para que comprasen más acciones. ¡Sus «brokers»!
Había subidas y bajadas, pero la mayoría eran subidas, muchas subidas. Y te podías oír a ti mismo diciendo, «mis acciones han subido un 120%» o «He triplicado todo mi capital». Uno aliviaba el dolor de la vida diaria imaginando la residencia que tendría algún día cuando dejara de trabajar, o el deportivo que se podría comprar mañana si quisiera vender hoy. ¡Pero no, no vendas! ¡Va a seguir subiendo! ¡Hay que aguantar el tirón! Y uno se frotaba las manos en anticipación de la buena vida que le esperaba.
Pero todo era una farsa. Una treta tramada por los poderes empresariales, sea eso lo que quiera que sea, que nunca tuvieron ninguna intención de permitirte la entrada en su club. Tan sólo necesitaban tu dinero para poder así pasar al nivel siguiente, el nivel que les liberaba para siempre de la obligación de volver a tener que trabajar de verdad para ganarse la vida.
Sabían que el gran auge repentino de los noventa no podía durar, así que necesitaban tu dinero para inflar artificialmente el valor de sus compañías y que sus acciones alcanzasen un precio tan desorbitado que, a la hora de vender, pudieran retirarse de por vida, sin importar lo mal que la situación económica llegara a ponerse.
Y eso es lo que pasó. Al mismo tiempo que el «pringao» promedio estaba escuchando a todos los fanfarrones diciéndole en la cadena de televisión por cable CNBC que debería comprar aún más acciones, los absolutamente ricos se estaban saliendo tranquilamente del mercado, vendiendo en primer lugar las acciones de sus propias compañías. En septiembre del año 2002, la revista Fortune publicaba una lista asombrosa de estos chorizos empresariales que se habían dado a la fuga como vulgares bandidos mientras los precios de las acciones de sus compañías habían caído un 75% o más entre los años 1999 y 2002.
A la cabeza de la lista de estos malhechores estaba Quest Communications. En su momento máximo, las acciones de Quest se negociaban a casi 40 dólares (unos 35 euros aproximadamente) Tres años después las mismas acciones valían un dólar. Durante ese período, el director de Quest, Phil Anschutz, su antiguo consejero delegado Joe Nacchio y los otros cargos directivos se largaron con 2.260 millones de dólares, mediante el sencillo procedimiento de venderlo todo antes de que el precio tocara fondo.
Mientras tanto, el inversor medio, fiándose de los consejos nefastos que le daban, seguía aguantando. Y el mercado bajaba y bajaba y seguía bajando. Más de cuatro billones de dólares se perdieron en la bolsa. Otro billón de dólares en fondos de pensiones y en ayudas para ir a la universidad también se esfumó.
Y, ahora, ésta es mi pregunta: ¿cómo es posible que, después de desplumar al pueblo estadounidense y romper el sueño americano de la mayoría de los trabajadores, en lugar de arrastrarlos, descuartizarlos y colgarlos al amanecer a las puertas de la ciudad, el Congreso les haya premiado con un gesto de amor en forma de un respiro fiscal récord, y nadie diga nada? ¿Cómo es eso posible?
Creo que se debe a que todavía somos adictos a la droga del cuento de Horatio Alger. A pesar de todo el daño causado y de todas las pruebas en contra, el estadounidense medio todavía sigue queriéndose agarrar a la fantasía de que quizá, a lo mejor, él o ella (normalmente él) acabará algún día por triunfar a lo grande. Así que, por si acaso, dejemos en paz a los ricos; algún día el rico puedo ser yo.
Mira, tienes que aceptar la realidad: Tú nunca te vas a hacer rico. La probabilidad de que eso suceda es aproximadamente de una en un millón. Y no sólo no te vas a hacer rico, sino que además vas a tener que vivir el resto de tu vida rompiéndote los cuernos para poder pagar la factura de la televisión por cable y las clases de arte y de música de tu hijo en la escuela pública, que antes eran gratis.
Y la situación va a empeorar. Olvídate de la pensión, de la seguridad social y de que tus hijos cuiden de ti en la vejez, porque apenas si van a contar con el dinero justo para cuidar de sí mismos.
Por si todavía hay alguien que crea que no todas las grandes empresas norteamericanas son tan malas, echemos un vistazo a lo que nuestros buenos magnates de la industria han estado haciendo recientemente.
Por ejemplo, ¿te has enterado de que tu compañía quizá te haya hecho un seguro de vida? Qué bien te tratan, ¿no? Ahora verás lo bien que te tratan.
Durante los últimos 20 años, algunas compañías tales como Disney, Nestle, Proter & Gamble, Dow Chemical, JP Morgan Chase y Wal-Mat, han estado haciendo en secreto seguros de vida a los empleados que ocupaban un nivel medio o bajo en la jerarquía de la organización, pero con un detalle: ¡se nombraban a sí mismos (la compañía) como los beneficiarios! Lo que oyes. Cuando fallezcas, será la compañía, y no tu familia, los que se queden con el dinero. Si falleces cuando todavía estás trabajando, mejor, ya que la mayoría de las pólizas de seguro de vida están pensadas para pagar más cuando la persona muere joven. En caso de que vivas hasta una edad muy avanzada, incluso aunque haya pasado mucho tiempo desde que dejaste el puesto de trabajo, la compañía no dejaría de beneficiarse económicamente de tu muerte. Además, y a parte ya del momento en que estires la pata, la compañía puede solicitar un préstamo con la póliza como garantía y deducir el interés de sus impuestos.
Muchas de estas compañías han establecido un sistema para que el dinero así obtenido se utilice para costear las primas extras de los ejecutivos, sus coches, sus casas o sus viajes al Caribe. Imagínate a tu jefe sentado en su jacuzzi allá en la isla de San Bartolomé, ¿crees que se va a poner muy triste cuando se entere de que te has muerto?
¿Sabes como se refieren privadamente las grandes compañías de EE UU a esta modalidad especial de seguros de vida?
Seguro de los Palurdos Muertos.
Como suena. «Palurdos Muertos». Eso es lo que somos para ellos: palurdos. Y a veces les somos más valiosos muertos que vivos.
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