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El escándalo a que se ha sometido la Iglesia católica tras la presunta responsabilidad -a nivel de autoría intelectual- de un sacerdote por la muerte de un periodista tiene en vilo si no la credibilidad, sí por lo menos la confianza que en otro momento cultivara la Jerarquía con sacerdotes tan eximios como monseñor Víctor Sanabria. Sin embargo, más allá de un análisis epidérmico sobre la crisis, es saludable tratar de entender las circunstancias a razón de que nuestra justicia no busque chivos expiatorios que dejen en el anonimato a otros.
El anterior papa no italiano a Juan Pablo II, Adriano VI, hablando sobre el papado y la Curia, dijo: «(…) La Escritura nos muestra en todo momento que las faltas del pueblo tienen su raíz en las faltas del clero (…) Esto tiene que ver con la presunta ignorancia de la gente sencilla a la que es mejor no decirles los escándalos de la Iglesia por temor de hacerles daño en su fe, convirtiendo esto en una excusa para desautorizar la crítica y dispensarse así de examinarse -y quizá de corregirse- de ella. Vicente de Paúl llegó a exclamar en algún momento que «el mayor enemigo de la Iglesia es el clero». Pero aclaremos que la razón de esto según el santo es la pereza del clero. Tal vez esta pereza tenga su origen en que la Iglesia carece con frecuencia del coraje suficiente para afrontar la crisis como futuro de Dios.
En este sentido, los muchos y muchas creyentes que asumen a los jerarcas y a las instituciones eclesiales como modelos de santidad yerran. En el campo de la santidad los representantes oficiales de la Iglesia son los santos, nada más. «Santidad y ministerio, santidad y estructura, no están unidos por ninguna gracias automática, sino por una responsabilidad mayor (…)» La salida fácil a esto, como consecuencia, es culpar a los sacerdotes de los males de la Iglesia, no obstante el Evangelio es de todos los fieles, no sólo de la jerarquía. Culparlos exclusivamente sería dejarnos apoderar de un sentimiento freudiano de anti-autoridad.
Sin embargo, una Iglesia narcisista y obsesionada por su propia supervivencia, parece más atenta al brillo y a la autoridad que a anunciar la comprensión y aceptación de lo anunciado. Esto nos lleva a evitar la seguridad de las plataformas de su anuncio (en las que algunos lo que hacen con la Iglesia no es desposarla, sino despojarla; no la componen, sino que la exponen; no apacientan el rebaño, sino que lo sacrifican y se lo comen…) y afirmar el contenido del anuncio mismo. Se trata de misioneros, no de funcionarios; no corrompidos, pero sí instalados. Sucesores de Pedro, no de Constantino, para vivir una eclesiología del Espíritu, de servicio, y no una eclesiología del poder. (La Iglesia no puede dar la impresión de que cree en una especie de «leninismo eclesiástico», según el cual existe una iglesia para sí, compuesta por dirigentes y portadora de la verdadera eclesialidad y la verdadera conciencia eclesial, y a su lado una iglesia en sí, que no es más que la seguidora de la primera, lo cual es contrario al Evangelio.)
Que la Iglesia se diga santa, significa precisamente que se le debe exigir más, no que se la deba alabar más. Ningún creyente está eximido de la responsabilidad de edificarla. La verdadera crítica en la Iglesia no es privilegio de la dignidad ni de la santidad (Tomás de Aquino) ni del oficio (Juan de París), sino, según palabras de Tomás Moro, del simple fruto del Evangelio que quema sin importar la mano en que se encuentre.
*Profesor de Filosofía
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