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A fines del siglo XIX el país cuenta con una burguesía madura que crea un elaborado sistema de control social, mediante el cual transmite e impone su visión al resto de la sociedad.
Foto con fines ilustrativos (Cortesía Semanario Universidad)
Las políticas sociales del Estado se concentraron en controlar, vigilar, civilizar y supervisar a los diferentes sectores subalternos, con el fin de popularizar y vulgarizar los valores y prácticas burguesas, que según el ideario liberal, podían llevar al país al progreso.
Así contextualiza el Lic. Chester Urbina Gaytán, docente de la Escuela de Historia de la Universidad de Costa Rica, el estudio «Homogenizando Culturas. Peleas de gallos, corridas de toros y Estado en Costa Rica (1870-1914) «.
El objetivo del trabajo es analizar el control ejercido por el Estado costarricense en torno a estas diversiones, como un mecanismo informal para moderar las costumbres de los sectores populares.
PELEAS DE GALLOS
Debido a los disturbios sociales provocados en los lugares donde se efectuaban peleas de gallos, y, a la necesidad de dotar a la Municipalidad de San José de una nueva entrada económica, en noviembre de 1884 se aprueba el reglamento de gallera.
Según esa reglamentación, el lugar escogido para las peleas debía proporcionar la mejor comodidad y luz posible.
Además, el sitio estaría enrejado, y tendría por lo menos 200 asientos. Estos deberían estar bajo techo, pegados a la cancha de pelea y colocados en círculos concéntricos ascendentes.
Era prohibido estar en el interior del patio de juego en el momento de la pelea; solamente se consentirían los gallos contendores a cargo de la lucha.
Con base en investigaciones previas, Urbina señala que lo que está en juego es algo más que las ganancias económicas: la consideración pública, el honor, la dignidad, el respeto, en una palabra, el status.
Pero, acota el historiador: » la distinción está en juego simbólicamente, pues el status no se altera por la obra del resultado de una riña de gallos; es sólo, y eso momentáneamente, afirmando o enfrentando».
El reglamento resalta el interés gubernamental por evitar la afición y participación en este entretenimiento a menores de edad, a sus custodios y a algunos sectores considerados como peligrosos.
El artículo 28 prohíbe la entrada a la gallera a los hijos de familia, a los domésticos y a los faltos de ocupación o industria conocida. Pese a lo estipulado, esta prohibición fue transgredida, influyendo en la posterior supresión de tales contiendas, señala el historiador.
Con el fin de controlar esta actividad, perteneciente a la masculinidad, se dispuso que la gallera se abriría los días de guarda entera y de funciones cívicas, a excepción de Jueves y Viernes Santo.
En la puerta principal de la gallera se cobraría 15 centavos por entrada y se instaló una guardia de respeto para mantener el orden, cumpliendo las órdenes dictadas por el juez, quien al ser desobedecido o cuando se efectuaran disputas, riñas y otro tipo de desorden, mandaría a sacar de la cancha a los contendientes.
Pese a las buenas intenciones de estas disposiciones, aclara Urbina, nunca se prohibió el ingreso en estado de embriaguez, el expendio de bebidas alcohólicas y la portación de armas, por lo que siempre existieron las contiendas.
El Decreto número 47 del 1 de julio de 1889 prohíbe las peleas de gallos, pero empieza a regir un año después de emitida.
Con el ascenso de los liberales al poder, la emoción brindada por esta actividad, utilizada para mantener la unidad cultural de ciertas comunidades, cedió el paso a un nuevo tipo de convivencia donde la nación y la figura de Juan Santamaría se convierten en los articuladores.
CORRIDAS DE TOROS
A principios de marzo de 1878 se construyó un redondel, destinado a las corridas de toros a la usanza española y a otros espectáculos públicos.
Inmediatamente se emitió un reglamento para controlar las funciones. Según las disposiciones, entres otros aspectos, se prohibía terminantemente dar gritos intencionados, arrojar a la arena objetos que pudieran poner en riesgo la vida de los toreros. Tampoco se consentía pasar sobre la baranda inferior y la introducción al redondel de perros.
Según se constata en las disposiciones anteriores, indica Urbina, es notorio el interés gubernamental por refinar el comportamiento de los diferentes sectores populares, principalmente urbanos, que asistían al redondel capitalino.
Sin embargo, añade el historiador, «al igual que en las peleas de gallos, se permitía el ingreso de ebrios, la venta de licor y la portación de armas, por lo que su alcance fue limitado».
SIMILITUDES
El investigador plantea que al comparar ambas diversiones públicas, se encuentran algunas similitudes. Las dos están asociadas a una sociedad agraria, donde la habilidad para ejecutar algo brindaba cierto «status», lo cual se ilustra en los casos de un buen gallo matador o el de un toro diestro en la lidia y muerte en el toro. En ambas actividades la muerte es el punto culminante del espectáculo.
También existen diferencias muy marcadas, aclara el investigador, como el hecho de que mientras las riñas de gallos constituyen una diversión exclusiva de la masculinidad, en las corridas se demuestra la «virilidad» del torero ante el público.
En los encuentros de gallos se efectuaban apuestas, donde existían perdedores y ganadores, exhibiéndose así el status de los más ricos. En cambio, en las corridas no se practicaban, debido a su interés por la recreación del público.
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