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Nunca había entrado Pablo Coelho en mi casa. Apareció en las manos de una pareja arrimada a un pequeño grupo de amigos que venían en tesitura de charla y vino tinto. Con el propósito de abrir el tema de la literatura, ella ofreció leer a Coelho en voz alta para convencernos de sus excelencias. Antes de comenzar nos advirtió: -¡Ya van dos millones de ejemplares vendidos!-. Cortesía obliga. Cuando acabó su lectura tomé una edición de bolsillo de Las palmeras salvajes, de William Faulkner, casualmente sobre la mesita de la sala, y leí sus primeras páginas. Se hizo un gran silencio y luego alguien dijo: -Bueno…, es otra cosa.., de entrada nomás te va preparando para la violencia-. La arrimada exclamó: -¡Qué horror!-. Le aclaré que Faulkner explora la violencia, no la incita, que siempre es saludable conocer nuestro potencial destructivo y cuan peligroso es encubrirlo con místicas de baratillo.Como vi que no entendía resumí el argumento de Las palmeras donde dos amantes de clase media eligen la aniquilación, mientras en otra historia alterna un presidiario lucha por su vida y la de su compañera, de tal manera que las dos historias hacen un contrapunto que…Y aquí la mujer me interrumpió: -Coelho no confunde con historias revueltas ni aniquila a sus personajes. Hoy la gente necesita mensajes claros y constructivos. Ese que usted leyó es de otra época.
Me dejó sin palabras y la conversación se enrumbó, piadosamente, hacia las preferencias de la gente por este autor o esta autora, lo que nos llevó a la «tercera voz». Hay una interferencia entre la persona que lee un libro y la persona que lo escribe. Este diálogo entre el autor que crea y propone y el lector que contesta y recrea se ve perturbado por una tercera voz impertinente y chillona, la publicidad, y un coro de perezas mentales, embotamientos de autoayuda, soluciones mágicas, simplicidades de espíritu y finales felices. Toda esta polifonía tiene un director, el mercado, quien mueve su batuta de tal manera que cuando las lectoras y lectores entran en una librería tropiezan con un escritor de cartón, al que compran por lógica homeopática: a mayor tamaño publicitario corresponde igual talento.
Uno de mis amigos, que sólo bebe cerveza, opinó que la literatura y el arte siempre han estado sujetos a los intereses del poder, y puso de ejemplo a los pintores de las cortes renacentistas. Afiladas las neuronas otro de los contertulios, optimista militante, replicó que el poder siempre ha sido el mismo pero hoy, en cuanto a libros, la tecnología permite que las editoriales pequeñas, que publican autores no comerciales, ofrezcan sus libros por Internet. Pero su novia, una chica tímida, le recordó que la perversidad de confundir cantidad con calidad hace que nadie compre libros de tiraje corto. El optimista, tozudo, insistió que un buen texto se impone por sí mismo, y citó a Rulfo y Saramago. El de la cerveza le contestó que sin Estocolmo, Saramago no sale de su ínsula, y que a Rulfo lo estamos olvidando porque no puede andar en avión promoviéndose a sí mismo. La chica tímida murmuró: -Parece que el cuerpo del autor es lo único real en la publicidad virtual.
Aproveché para volver a llenar las copas y el de las cervezas acaparó la atención. Contó que el izquierdista Luis Sepúlveda había propuesto al neoliberal Vargas Llosa para el Nobel. La arrimada, (ante la cual se me arrepintió el feminismo), puso los ojos en blanco: -¡Qué generoso!, es como si Shakira recomendara a Madonna para la ópera de Milán-. Nadie le hizo caso, la conversación siguió su curso y se intercambiaron opiniones convergentes acerca de la ingerencia de la política en los premios internacionales.
De aquí pasamos a las estrategias del mercado y sus manipulaciones. La charla tomó un sesgo tenebroso. Se dijo, por ejemplo, que los grandes premios editoriales son derechos de autor adelantados, negocio redondo porque con la venta de tirajes millonarios la casa recupera esos derechos y además gana jugosas utilidades. Salieron a relucir los «escritores negros» que reciben pagas a cambio de su anonimato en la confección de novelas de autores demasiado atareados en los afanes de la fama para escribir los libros que firman. -Pronto no habrá nada que valga la pena leer-, dijo, el optimista, derrotado. La chica tímida le pasó la mano por el pelo: -Tiene que haber un punto de saturación, mi amor.
El ambiente se apagó. Mis visitas callaban. El arrimado le dirigió a su pareja una miradita de entendimiento. Ella aprovechó para provocar: -A mí, las novelas que me gustan son las que presentan lo mejor del ser humano, su lado luminoso, el más espiritual, las que tienen un mensaje positivo. Las que muestran el lado oscuro no me interesan-. El optimista, sintiéndose culpable porque a la pareja coelhiana la trajo él, suavemente, con mucho tacto, le razonó: -Esas que no te interesan sirven para aprender a relacionar una cosa con otra, las buenas novelas son universos bastante complejos que tienen una lógica oculta bajo la estética, lo que está muy claro en el contrapunto usado por Faulkner.
-¡Eso es!, afirmó el de la cerveza, entusiasmado, ¡eso es!, las buenas novelas ayudan a establecer relaciones entre cosas que aparentemente no las tienen, estimulan la inteligencia-. La chica tímida agarró al vuelo: -¿Vieron La Masacre en Columbine?, qué gringos para ser oligofrénicos, no son capaces de relacionar armas-guerras-televisión-miedo con su propia criminalidad, se matan entre ellos mismos y no saben por qué-. La arrimada volcó los ojos: -¡Por dicha eso no pasa aquí!-. El hombre, mudo durante toda la velada, la tomó de la mano y abrió la boca por primera vez: -La conversación está muy interesante pero tenemos que irnos, dejamos la casa sola y antenoche mataron al guarda. .
Cuando todos se marchaban, advertí que el arrimado deslizaba sigilosamente mi libro de Faulkner en la bolsa del pantalón. Pensé, si lo que quiere es aprender sobre la violencia, debería prestarle también a Hemingway, Capote y Toni Morrison. Los escritores estadounidenses son sus mejores analistas.
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