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Empezaré por el discurso pronunciado por Colin Powell ante la ONU el 5 de febrero de 2003. En principio, fue un discurso muy detallado que intentaba demostrar que Saddam Hussein estaba violando todas las normas de los inspectores que podía, cosa que no sorprendió a nadie. Al fin y al cabo, Saddam tiene un gran instinto para ser consciente de los caprichos de la historia. Sabe que cuanto más haga esperar a los grandes estadistas, más se hartan éstos del aburrimiento mortal que supone tratar con un mentiroso consumado, astutamente despegado de toda obligación y necesidad de cooperación. Ser un completo mentiroso es un don magnífico. Si uno no dice nunca la verdad, está prácticamente tan a salvo como un hombre sincero que no dice nunca una mentira. Cuando le informan de que acaba de jurar lo contrario de lo que prometió ayer, contesta: «Nunca dije eso» o, si las palabras están grabadas, declara que se le ha malinterpretado.La confusión tiene muchas permutaciones posibles. Así es como Saddam consiguió sobrevivir a siete años de inspecciones, entre 1991 y 1998. Había llegado a pactos -la mayoría, bajo cuerda- con los franceses, alemanes, rusos, jordanos… La lista es larga. También supo manipular las simpatías del Tercer Mundo. Convenció a mucha gente buena de todo el planeta. La permanente crueldad de Estados Unidos estaba matando de hambre a los niños iraquíes. Los niños estaban desnutridos, en gran parte, por el embargo que el propio Saddam se había buscado, pero la verdad es que, aunque hubieran estado sanos, se las habría arreglado para tener un grupo de niños de seis años muertos de hambre durante el tiempo suficiente para poder distribuir una fotografía a todo el mundo. No era trigo limpio, y lo demostró. Jugó tan bien que consiguió que se declarara el fin de las inspecciones en 1998.
En la Casa Blanca ya se había hablado, y se seguía hablando entonces, de que teníamos que enviar tropas a Irak como respuesta a tal ostentación. Por desgracia, la aventura de Clinton con Monica Lewinsky lo había convertido en un guerrero paralizado. En pleno escándalo público, no podía permitirse el lujo de derramar una sola gota de sangre estadounidense. La prueba se vio en Kosovo, donde no entraron soldados norteamericanos con la OTAN y nuestros bombarderos no arrojaron nunca su material desde una altura que estuviera al alcance de las baterías antiaéreas serbias. Todo se hizo desde una altura de 5000 metros. Por tanto, Irak era imposible. Al Gore se comportó entonces como un halcón, indudablemente para mejorar su futura imagen de campaña y pasar de la categoría de endeble a la de semental -un requisito imprescindible para la presidencia-, pero la vulnerabilidad de Clinton dio al traste con todo ello.
Ahora bien, el punto más débil de la intervención de Powell fue la demostración del vínculo entre Irak y Al Qaeda. Para la tremenda expectativa levantada, las pruebas pecaron de escasas. Con la excepción de Gran Bretaña, los países con derecho a veto en el Consejo de Seguridad, es decir, los franceses, chinos y rusos, no estaban dispuestos a satisfacer la pasión de Bush por entrar en guerra lo antes posible. Querían más tiempo para intensificar las inspecciones. Consideraban que la contención era una salida.
Apenas una semana después, Al Yazira ofreció una grabación de Bin Laden en la que dejaba entrever que Saddam y él estaban listos para entablar contacto directo, a pesar de que él llamaba a los «socialistas» de Bagdad «infieles». Sin embargo, esta última afirmación estaba en inmediata contradicción con lo que acababa de decir un momento antes. «No perjudica bajo estas circunstancias (de ataque de Occidente) que los intereses de los musulmanes (finalmente) se opongan a los intereses de los socialistas en la lucha contra los cruzados.» Bin Laden podría haber escogido ser ambiguo y tener dos caras en sus comentarios, pero la sugerencia de un interés común, a pesar de todo, entre Al Qaeda y Saddam, estaba también ahí. ¿Había llegado el momento? ¿El enemigo del enemigo de Saddam se había convertido en el amigo de Saddam? Si era cierto, el resultado podía ser desastroso. Podríamos vencer a Irak y, aun así, sufrir la gran catástrofe que presuntamente pretendíamos evitar con la guerra. Las armas de destrucción masiva de Irak podían pasar a manos de Bin Laden.
Sin dichas armas, Al Qaeda tendría que arreglárselas como pudiera. Pero si Saddam transfiriese sólo una parte de sus reservas de guerra biológica y química, Bin Laden sería mucho más peligroso. La decisión de George W. Bush de emprender la guerra con Irak a la mayor brevedad posible se encontraba ahora ante la posibilidad de que Saddam hubiera contraatacado con una jugada maestra. Tal vez, lo que verdaderamente estaba diciendo era: «Déjenme que me ría de las inspecciones, y todavía estarán relativamente a salvo. Pueden estar seguros de que no correré a darle a Osama bin Laden mi mejor material, siempre que sigamos jugando este juego de las inspecciones de ida y vuelta. Ahora bien, entren en guerra conmigo, y Osama sonreirá. Es posible que yo muera en el incendio, pero su pueblo y él estarán contentos. No tengan la menor duda, él quiere que me declaren la guerra».
Como esta sucesión de acontecimientos era evidente desde el principio, cabría preguntarse lo que se preguntaban ya unos cuantos estadounidenses: ¿Cómo hemos podido dejar que se hicieran realidad esas opciones, esas infernales y falsas opciones?
Mientras tanto, el mundo reaccionaba con horror al programa bélico de Bush. La edición europea de la revista Time había hecho una encuesta en su página web: «¿Qué país representa un mayor peligro para la paz mundial en 2003?». Emitidos 318.000 votos hasta ese momento, las respuestas eran: Corea del Norte, 7%; Irak, 8%; Estados Unidos, 84%.
Como había declarado John Le Carré en el londinense The Times: «Estados Unidos ha entrado en uno de sus períodos de locura histórica, pero éste es el peor que recuerdo». Harold Pinter ya no quería sutilezas en el lenguaje: «La administración estadounidense, en estos momentos, es un animal salvaje y sediento de sangre. Las bombas son su único vocabulario. Sabemos que muchos norteamericanos están horrorizados por la postura de su gobierno, pero da la impresión de que no pueden hacer nada».
Ya antes del 11 de septiembre muchos asuntos habían empeorado. La arquitectura espiritual del país se apoyaba, desde la Segunda Guerra Mundial, en nuestras instituciones casi míticas de seguridad, fundamentalmente el FBI y la Iglesia Católica, con la misma categoría especial e intangible que la Constitución y el Tribunal Supremo.
Ahora, todo eso se estaba cobrando su precio. Viejos y nuevos escándalos del FBI salieron a la luz con el caso Hanssen, que estalló en febrero de 2001. Robert Hanssen, un católico ultradevoto, había sido espía soviético durante quince años. Nadie en el FBI podía creerlo. Siempre había parecido el anticomunista más puro de todos. Luego, después del 11 de septiembre, llegaron las demandas por paidofilia contra la Iglesia Católica, y eso abrió unas heridas insondables en muchos hogares católicos. Desde luego, causó un tremendo daño entre los sacerdotes. ¿Cómo iba a poder pasearse ahora por la calle un hombre joven o maduro con su alzacuellos, sin tener que sufrir cómo retiraban la vista y le saludaban artificialmente los feligreses con los que se iba encontrando?
Además estaba la Bolsa. No paraba de bajar. El paro crecía, sin prisa pero sin pausa. Los escándalos relacionados con consejeros delegados de empresas adquirieron más notoriedad.
Estados Unidos había soportado la constante expansión de la empresa hacia la vida cotidiana desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Había sido la vaca lechera para el país. Pero también había sido una vaca sucia, que soltaba gases de tacañería y manipulación mediante el énfasis excesivo en la publicidad. Se ignoraba el producto pero se rendía pleitesía a su mercadotecnia, un animal y una fuerza que había logrado apartar a Estados Unidos de la mayoría de nosotros. Había conseguido que el mundo fuera un lugar más desagradable desde el final de la Segunda Guerra Mundial. No hay más que mencionar la arquitectura de edificios de cincuenta pisos inspirada en una caja de Kleenex con balcones, los centros comerciales rodeados de casas bajas, las autopistas con vistas al vacío y, por debajo de todo ello, la cortina del plástico, el omnipresente plástico, destinado a adormecer las sensaciones táctiles del niño, el plástico, el favorito en la carrera para ver qué sustancia podía hacer el mundo más desagradable. Dado que nosotros habíamos distribuido el material a todo el mundo, ya ejercíamos una especie de hegemonía mundial. Exportábamos el vasto vacío estético de las empresas norteamericanas más poderosas. No se construían nuevas catedrales para los pobres; sólo viviendas protegidas de dieciséis pisos que eran cárceles para el alma.
Luego llegó una denuncia más completa de las argucias económicas y la contaminación de las empresas. La glotonería económica prosperaba. En las primeras páginas de todas las secciones de economía se denunciaban conductas delictivas. Sin el 11 de septiembre, George Bush habría vivido con la incomodidad permanente de tener una publicidad cada vez peor en los medios. Podría decirse, incluso, que Estados Unidos estaba sufriendo una serie de golpes que no estaban tan alejados de lo que les ocurrió a los alemanes tras la Primera Guerra Mundial, cuando la inflación eliminó la seña de identidad alemana fundamental, que consistía en que, si uno trabajaba mucho y ahorraba, acababa disfrutando de una vejez decente. Sin aquella inflación desatada, es probable que Hitler no hubiera llegado al poder diez años después. Pues bien, el 11 de septiembre hizo algo equivalente con la sensación de seguridad de los estadounidenses.
En realidad, el conservadurismo se encaminaba hacia una división. Los viejos conservadores como Pat Buchanan opinaban que Estados Unidos debía mantenerse aislado e intentar resolver los problemas que pudiera. Buchanan era la cabeza de lo que podría llamarse los conservadores de viejo cuño, defensores de los valores de la familia, el país, la fe, la tradición, el hogar, el trabajo duro y honrado, el deber, la lealtad y un presupuesto equilibrado. Las ideas, nociones y predilecciones de George W. Bush, en su mayor parte, no podían ser compatibles con el conservadurismo de Buchanan.
Bush era distinto. La distancia entre su escuela de pensamiento y la de los conservadores de los viejos valores podía provocar en la derecha una dicotomía tan clara como las diferencias entre comunistas y socialistas al final de la Primera Guerra Mundial. Los conservadores patrioteros hablaban de algunos valores de los otros conservadores, pero, en el fondo, les importaban un pito. Aunque todavía usaban varios términos comunes, lo hacían para no reducir su base electoral. Usaban la bandera. Les encantaban palabras como «mal». Uno de los principales defectos de la retórica de Bush era el de utilizar esa palabra como si fuera un botón que le permitía aumentar su poder. A veces, a las personas les colocan una vía intravenosa por la que pueden recibir una analgésico narcótico siempre que lo necesitan, y algunas aprietan el botón sin parar. Bush utiliza el mal como narcótico para el sector del público estadounidense que se siente más incómodo. Desde luego, en su opinión, lo hace porque cree que Estados Unidos es bueno. Y lo cree, cree que este país es la única esperanza del mundo. Al mismo tiempo, tiene miedo de que el país esté volviéndose cada vez más disoluto, y la única solución es, tal vez -una palabras malignas, poderosas y casi sagradas-, luchar para crear un Imperio Mundial. Detrás de toda la campaña para declarar la guerra a Irak está el deseo de tener una gran presencia militar en Oriente Medio, como paso para apoderarse del resto del mundo.
Puede que ésta sea una afirmación muy amplia, así que voy a intentar justificarla. De forma inmediata, se me ocurre lo siguiente: la raíz del conservadurismo patriotero no está en la locura, sino en una lógica oculta. Una lógica con la que no estoy de acuerdo, pero que tiene sentido si uno acepta sus premisas. Desde un punto de vista cristiano militante, Estados Unidos está casi en la podredumbre. Los medios de comunicación están sumidos en pleno libertinaje. En todas las pantallas de televisión aparecen ombligos desnudos, tan significativos como los ojos de los animales salvajes. Los niños están llegando a un punto en el que no saben leer, pero desde luego saben follar. Por consiguiente, si Estados Unidos se convirtiera en una máquina militar internacional lo bastante grande como para superar todos los compromisos, la Casa Blanca tendría la ventaja de que la libertad sexual norteamericana, todo ese escándalo de los gays, las feministas, las lesbianas y los travestidos se consideraría un lujo excesivo y se volvería a encerrar en el armario. El compromiso, el patriotismo y la dedicación volverían a ser valores nacionales (con toda la hipocresía subsiguiente). Cuando nos hayamos convertido en la encarnación del Imperio Romano en el siglo XXI, la reforma moral podrá hacer su entrada triunfal en el panorama. El ejército, por supuesto, es mucho más puritano que el mundo del espectáculo. Los soldados están más locos que cualquier hombre corriente tanto en combate como fuera de él, pero sufren una tremenda presión cotidiana por parte de los mandos, que podrían convertirse en unos poderosísimos censores de la vida civil.
A los conservadores patrioteros, ahora, la guerra les parece la mejor solución posible. Tal vez acaben uniéndose Jesús y Evel Knievel, después de todo. Hay que combatir el mal, en una lucha de muerte. Usese la palabra mal quince veces en cada discurso.
Los estadounidenses tienen una especie de mística enloquecida: la idea de que pueden hacer cualquier cosa. Sí, dicen los conservadores patrioteros, podremos enfrentarnos a lo que se avecina. Tenemos los conocimientos y la capacidad para hacerlo. Superaremos los obstáculos. Los conservadores patrioteros creen verdaderamente que Estados Unidos no sólo puede gobernar el mundo, sino que debe hacerlo. Si no se atiene a ese compromiso con el Imperio, el país se irá al traste y el mundo le seguirá. En mi opinión, éste es el subtexto principal del proyecto iraquí, y quizá los conservadores patrioteros no son plenamente conscientes de su alcance, no todos, al menos. Todavía no.
Además, Bush podría contar con otros sentimientos firmes que están muy presentes en nuestra vida diaria. Para empezar, buena parte del orgullo norteamericano actual se apoya en el trípode del dinero, el deporte y la exhibición del poder militar. Alrededor de un tercio de nuestros estadios deportivos reciben su nombre de empresas: Gillette y FedEx no son más que dos de una veintena de ejemplos. Este año, la Super Bowl de la NFL no pudo comenzar hasta que retiraron una bandera estadounidense del tamaño de un campo de fútbol, que ocupaba el césped. Las Fuerzas Aéreas ofrecieron la emoción de una gran V en el cielo. Seguramente, la mitad de Estados Unidos tiene un deseo tácito de ir a la guerra. Es algo que satisface nuestra mitología. Estados Unidos, según ese argumento, es la única fuerza del bien capaz de rectificar los males. George Bush es lo suficientemente astuto para resolver esa ecuación sin ayuda de nadie. Incluso es posible que comprenda mejor que nadie que una guerra con Irak saciará nuestra adicción a los dramas de calidad en la televisión. Si esto les parece gracioso -qué se le va a hacer-, la verdad es que el país se está volviendo más grosero con cada año que pasa. De forma que la guerra, efectivamente, proporciona un gran espectáculo televisivo.
Este artículo -fragmentos de una conferencia pronunciada el 20 de febrero de 2003- fue extraído del reciente libro de Norman Mailer ¿Por qué estamos en guerra?.
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