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¿Os habéis parado a pensar alguna vez, queridos lectores, en lo admirable que resulta una nariz?
¡Una nariz, ni más ni menos!
¿Y en cuán útil le resulta a todo aquel que alza, como dice Ovidio, el rostro al firmamento?
¡Aunque parezca raro, quizá por una cuestión de extraña ingratitud, a nadie se le ha ocurrido escribir una oda a la nariz! Y esta idea se me ha tenido que ocurrir a mí, que no soy poeta ni pretendo rozar la suela de los zapatos de nuestros bardos.
A decir verdad, parece que la nariz lleva una maldición encima.
¡Mira que han inventado cosas los hombres para los ojos!
Han compuesto rimas, formulado cumplidos, construido caleidoscopios, pintado cuadros, imaginado decorados, e incluso inventado gafas.
Lo mismo sucede con las orejas.
Sin olvidar, claro está, los pendientes, ahí tenemos Roberto el Diablo, Guillermo Tell, Fra Diavolo, los violines de Stradivarius, los pianos de Érard o las trompetas de Sax.
¿Y qué decir de la boca?
Libros como La Cuaresma, La cocinera burguesa, El almanaque del gastrónomo, El diccionario del goloso. Se han inventado toda clase de sopas, desde la batinya rusa [sopa de remolacha] hasta la sopa francesa de coles. Ha gozado de la reputación de los hombres más importantes, y ahí están como prueba las chuletas al modo de Soubise o las morcillas al estilo de Richelieu. Se han establecido comparaciones entre los labios y el coral; los dientes y las perlas, o el aliento y el benjuí. Bocas hay que han probado pavos reales con sus propias plumas, becadas no vaciadas, y ya se asegura que, en un futuro próximo, degustaremos alondras asadas.
Por el contrario, ¿qué se ha inventado para el disfrute de la nariz? La esencia de rosas y el rapé.
¡Pues eso no está bien, mis queridos filántropos, mis queridos maestros y poetas, colegas del mundo de las letras!
Sin embargo, hay que ver con qué fidelidad dicho miembro…
-¡No es un miembro! -clamarán los sabios.
Perdón, señores, rectifico, tal apéndice, y continúo, ¿qué puede compararse con la fidelidad de dicho apéndice? Porque los ojos duermen, las bocas enmudecen y los oídos ensordecen. Pero la nariz siempre está ahí, al acecho.
Vigilante durante el descanso, no ceja en su contribución a la salud de cada cual. Las otras partes del cuerpo, los pies o las manos cometen torpezas: las manos siempre se dejan coger en la masa; los pies tropiezan por falta de agilidad y hacen que nos caigamos, porque son torpes.
Incluso en este último ejemplo, ¿quién paga los platos rotos la mayoría de las ocasiones? Son los pies los que trastabillan; pero el castigo recae en la nariz. ¡Cuántas veces no habremos oído decir que alguien se ha roto la nariz!
Innumerables son las narices rotas desde el principio de los tiempos, pero reto a quien sea a que me hable de una sola de ellas que haya sido culpable de tal desafuero.
Y, sin embargo, la culpa de todo siempre la tiene la pobre nariz, que soporta todos los sinsabores con paciencia evangélica. Si bien es cierto que, a veces, comete la impudicia de roncar, ¿quién ha oído quejarse nunca a una nariz?
Sin olvidar que la naturaleza ha hecho de ella un instrumento admirable, gracias al cual podemos aumentar o disminuir, a voluntad, el volumen de la voz. Sin mencionar tampoco el inestimable servicio que nos presta como inter-
mediaria entre nuestro espíritu y la esencia de las flores. Pero dejemos de lado su utilidad, y fijémonos tan sólo en su vertiente estética, en su belleza.
Tal que un cedro del Líbano, tiene a sus pies el hisopo del bigote; como pilar central que es, constituye la base del doble arco de las cejas; en el capitel de dicha columna, se aloja un águila, es decir, el pensamiento. Florecen las sonrisas en torno suyo. No olvidemos la altivez del apéndice nasal que Ayax dirigía contra la tempestad, cuando sostenía aquello de que huiría a pesar de todos los dioses. Recordemos el valor de la nariz del gran Condé, que recibió tal apelativo gracias a ella, y cómo destacó en los frentes de batalla españoles, en los que el vencedor de Lens y de Rocroy tuvo la osadía, o la imprudencia, de echar por la borda el bastón de mando. ¿Y qué decir del aplomo de la nariz de Dugazon cara al público, cuando mostraba las cuarenta y dos formas en que podía moverla, a cual más cómica?
No creo que sea justa la condena al olvido en que la ingratitud de los hombres ha sumido a la nariz hasta el día de hoy.
Quizá el origen de esta injusticia haya que buscarlo en la pequeñez de estos apéndices en el mundo occidental. Pero no sólo hay que tener en cuenta las narices de los occidentales. También las hay orientales, y bien hermosas.
Si alguno de los habitantes de París, Viena o San Petersburgo alberga alguna duda sobre la pretendida superioridad de las narices occidentales, el vienés debería remontar el Danubio, el parisino montarse en un barco a vapor y el ruso subirse a un perecladdoï, y pronunciar las palabras mágicas: «¡A Georgia!».
Desde este instante, me erijo en portavoz de una profunda humillación. Aunque uno luciera en Georgia una de las mayores narices de Europa, la de Hyacinthe o la de Schiller, pongamos por caso, en la frontera de Tiflis sería observado como una rareza, y se murmuraría que por allí había pasado alguien que, por desgracia, había perdido la nariz durante el trayecto.
Porque desde la primera calle de la ciudad, incluso al poner los pies en los primeros arrabales de la misma, cualquiera habrá de aceptar que todas las narices, ya sean griegas, romanas, alemanas, francesas, españolas y hasta napolitanas, habrán de ocultar su ridículo en las entrañas de la tierra ante la magnitud de las narices georgianas.
¡Así de hermosas, robustas y magníficas son las narices de Georgia! ¡Por Dios que lo son!
Las hay de todas las formas imaginables: redondas, gruesas, largas, anchas. Y de todos los colores: blancas, rosas, rojas, violetas. Las hay que lucen adornos de rubíes o de perlas, incluso yo he visto alguna con aderezo de turquesas.
No hay más que presionar con dos dedos a cualquiera de ellas para que expela una cantidad de humor acuoso equivalente a una pinta de vino de Kaketia. En Georgia, una ley de Wachtang IV abolió la toesa, el metro y la archina. Sólo mantuvo la nariz como unidad de medida, y las telas se miden por narices. Y así, no es extraño oír de alguien que ha adquirido diecisiete narices de tarlatana para hacerse una bata, o siete narices de kanaos para un pantalón, o una nariz y media de raso para confeccionar una corbata.
Por supuesto que las señoras de Georgia son de la opinión de que esta unidad de medida es mucho mejor que cualquiera de las habituales en Europa. De todos modos, y en cuanto a narices se refiere, no hay que hacer de menos a los apéndices propios del Daguestán.
Y así, en medio de la cara de Hayi Yusuf, natural de Derbent, a quien Dios le conserve siempre unos hombros tan fuertes, se eleva una cierta protuberancia para la cual sus paisanos aún no han dado con el nombre adecuado: unos la llaman trompa; otros, timón, y no falta quien se refiere a ella como mango. ¡Tres hombres podrían dormir bajo su sombra!
Natural, pues, que semejante nariz fuera respetada en Derbent, con ese calor de cincuenta y dos grados, porque bajo aquel apéndice, o sea a la sombra, sólo hacía cuarenta grados. A nadie sorprenderá, por tanto, que Yusuf fuera designado como guía de Iskander. Aunque, en puridad, no sólo fue debido al tamaño de su nariz.
Como lo indica el título de Hayi que hemos antepuesto a su nombre de pila, Yusuf había peregrinado a La Meca, para lo cual había cruzado Persia, Asia Menor, Palestina, el desierto, parte de la Arabia Pétrea y una zona del mar Rojo.
A su regreso, Yusuf había contado maravillas de las cosas que le habían acontecido durante el viaje: los peligros por los que había pasado, los bandoleros de los que se había librado, y hasta los animales salvajes a los que, como un nuevo Sansón, había quebrado la quijada. Por eso, cuando aparecía por el bazar de Derbent, la gente se apartaba para ceder el paso al león de las estepas.
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