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Elecciones 2006

Aunque las autoridades costarricenses hacen el mejor esfuerzo por llevar a cabo procesos judiciales justos y prontos en medio de las disputas políticas, todavía muchos ciudadanos tienden a «demonizar» a los imputados antes del debido proceso, e incluso los no cuestionados son públicamente candidatos a la sospecha.  No se trata de ser permisivos, tampoco de exceder la administración de la justicia con el pretexto de limpiar la política.  El tiempo permitirá expurgar lo que no se ajuste a la realidad.

Aunque las autoridades costarricenses hacen el mejor esfuerzo por llevar a cabo procesos judiciales justos y prontos en medio de las disputas políticas, todavía muchos ciudadanos tienden a «demonizar» a los imputados antes del debido proceso, e incluso los no cuestionados son públicamente candidatos a la sospecha.  No se trata de ser permisivos, tampoco de exceder la administración de la justicia con el pretexto de limpiar la política.  El tiempo permitirá expurgar lo que no se ajuste a la realidad.

Ante la gravedad de los problemas nacionales muchos políticos mantienen todavía un discurso mesiánico: tenemos desde místicos de la economía hasta moralistas infalibles.  Sin embargo, estamos ayunos de campañas electorales con razones y de políticos que sean consecuentes con lo que prometen y lo poco que dicen.  La anorexia de propuestas para conocer y discutir tiene a los costarricenses en un sopor profundo.  Sólo a través de una crítica creativa, distribuyendo y explicando a los costarricenses los futuros programas de gobierno, podremos reconstruir nuestro imaginario y, desde luego, nuestras utopías.  Los costarricenses debemos asumir como un irrespeto innegociable la costumbre de mantenernos en un desconocimiento sobre los programas de gobierno durante las campañas políticas.  Si nos preciamos de ser un pueblo educado, que sea ese pueblo el que, al conocer lo que le proponen, juzgue y valore.  No más discursos perfumados.

Y es que el problema es el fundamentalismo democrático.  Éste naufraga  porque se supone que en la democracia unos pocos no gobiernan en provecho propio y que todos gobiernan siempre en provecho común.  Lamentablemente, estamos ante una «pauriarquía» (G. Bueno) o varios grupos (pocos) que gobiernan.  El modelo democrático actual es un sistema en el que las pauriarquías se han ido contrapesando y así llegamos a un sistema extraordinariamente artificioso pero práctico que nos somete cada cuatro años a su control.  Las elecciones fungen como una ceremonia de control, sus mecanismos son aleatorios, y el pueblo se cree la ilusión de tener el poder.

Pero la cuestión se hace compleja: la democracia parlamentaria coquetea con el mercado, cuya esencia es la desigualdad.  En el mercado hay superabundancia de bienes tanto en número como en especies.  Uno puede elegir.  Muchos individuos compran y, a un nivel de clase, se produce una «libertad objetiva».  Igualmente ocurre con el sistema democrático.  Se necesitan varios partidos.  «La libertad de elegir en las urnas es como la libertad de elegir en el mercado.»  Es necesario el mercado de bienes y de candidatos.  La libertad no es voluntad libre sino poder elegir.  En la actual estructura material de la sociedad, la misma del mercado, los individuos no optamos libremente, sino que nos contentamos con ‘poder elegir’ sin controles de calidad.  (El periodismo crítico y creativo es un control saludable para fomentar el cambio de mentalidad, es decir, para generar una apertura intelectual que posibilite una sociedad dialogante e inclusiva.)

Por ello, todo sistema social (democracia, por ejemplo) tiene sus límites, producto de que el conocimiento humano es abierto, inconcluso, problemático e histórico.  Esos límites deben ser puestos al descubierto antes que choquen con los límites humanos.  Lo humano -y no otros énfasis secundarios- es la medida para la convivencia pacífica, pues la paz es fruto de la justicia (social, económica, etc.)  El asunto no es cuestión de implementación, sino de principios que respeten tener una vida digna a todos y a cada uno de los y las costarricenses.

  • Luis Diego Cascante
  • Opinión
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