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Juan Pablo II pisó suelo centroamericano en dos oportunidades. En marzo de 1983 cuando el conflicto sociopolítico y militar se había agudizado, después del triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua. Y en febrero de 1996, cuando la región se aprestaba a impulsar procesos de desmovilización militar y de afianzamiento democrático.
Un balance del aporte de su visita a la región, tomando en consideración lo que fue su propuesta contenida en sus principales discursos, puede hacerse en dos direcciones. Desde el punto de vista religioso y eclesiástico el Papa logró bajar el perfil del movimiento religioso contestatario y progresista, que apostaba por una Iglesia más comprometida con los procesos de cambio revolucionario de las estructuras socioeconómicas y políticas en la región. Con ello, a su vez, contribuyó a afianzar la institucionalidad eclesial sobre la base de una obediencia incondicional a sus autoridades jerárquicas; asimismo deslegitimar acercamientos teológicos liberadores y modalidades de «iglesia popular» con visión ecuménica. Desde el punto de vista político y social contribuyó a la paz y la reconciliación de las fuerzas en conflicto en la región, especialmente porque su discurso en favor de la paz fue apropiado por la fuerzas políticas que apostaban por una salida negociada al conflicto. Cabe destacar, en este sentido, que otro habría sido el legado del Papa si los gobiernos centroamericanos se hubiesen plegado a los dictados guerreristas del gobierno de Ronald Reagan. En este caso, podrían haberse apropiado de aquellos elementos de un discurso papal que fue incisivo y beligerante en la deslegitimación de los movimientos religiosos, sociales y políticos que apostaban por una revolución social y popular en la región.
En lo fundamental Juan Pablo II no vino a traer a Roma a Centroamérica sino a llevar a Centroamérica a Roma. Con esto queremos decir que prevaleció el interés eclesiástico institucional, por consiguiente político-religioso de sus vistas, sobre el propiamente pastoral, que también fue un componente de las mismas. Y es que Juan Pablo II proyectó la necesidad de sociedades democráticamente consolidadas a la par de una Iglesia igualmente fuerte y sólida . Para ello era necesario intercambiar legitimidad religiosa de los regímenes políticos más afines a los intereses eclesiales institucionales por legitimidad política y civil, para una Iglesia decidida a mantener su hegemonía religiosa y cultural en la región. De esta manera, predominó la vieja lógica del modelo de «cristiandad» que hace que la Iglesia Católica se comporte más como un aparato de poder político, que como un agente del Espíritu para contribuir a la realización de la plenitud humana en comunión con toda la creación.
Cabe destacar, como ilustración de este rasgo de cristiandad del mensaje de Su Santidad, la apoteósica celebración que hizo en su segunda visita de la paz en la región, asociada al cambio de gobierno en Nicaragua y a la recuperación de una verdadera libertad religiosa: «Recuerdo la celebración -eucarística- hace trece años. Era oscuro; la gran noche oscura. Hoy se ha hecho la celebración de la eucaristía en el sol. Se ve que la Providencia divina está actuando en la historia (…)La paz ha vuelto. Los habitantes de Nicaragua pueden gozar ahora de una auténtica libertad religiosa. Al clamor de entonces ¡queremos la paz!, quiero responder hoy con un nuevo clamor: María Reina de la paz, te damos gracias por la paz y la libertad que gozan los países de América Central».
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