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Avion.Era una novela barata, para ganar dinero, dijo William Faulkner, y apareció en 1931, escrita en tres semanas de 1929. Quería hacer literatura de moda, sensacionalismo y melodrama criminal, y escribió Santuario, el secuestro de la estudiante Temple Drake, que fue pronto una película de la Paramount y le dio fama de narrador especialista en violaciones y linchamientos. Era la historia que una chica le contó a Faulkner en un cabaret de Nueva Orleans, aunque el novelista eliminó los detalles más incómodos. La aventura tuvo cierto éxito y Faulkner se compró un avión viejo. André Malraux dijo que Santuario representaba la intrusión de la tragedia griega en la novela policial. Albert Camus consideraba lo mejor de Faulkner esta incursión en una literatura venal y rentable.
Repetición. La literatura criminal es una serie de repeticiones, emulaciones, copias y plagios, abundante en dobles de Holmes y Maigret, detectives cáusticos con cara de Bogart, asesinos en serie y asesinatos en monasterios o museos con enigma teológico. Un plagio de Santuario le dio fortuna a James Hadley Chase, autor de No hay orquídeas para Miss Blandish (1939). Chase fue un estupendo mixtificador, inglés que pasaba por americano y no se llamaba Chase, sino René Raymond.
No le bastaba ser doble, y firmaba también como James L. Docherty, Raymond Marshall y Ambrose Grant. Dominaba el arte del plagio y tuvo la intuición luminosa de que su niña rica no fuera hija de un juez, como la Temple de Santuario, sino la unigénita del Rey de la Carne, hombre que decide el destino de los animales en fábricas conserveras y mataderos, como el juez señala el camino hacia penitenciarías y cadalsos. Animalizó a Faulkner y luego escribió una de mis novelas negras míticas: Al morir quedamos solos (1949).
CIA. La novela negra fue, en principio, un asunto americano y mimético, y, mientras conducía por el Tibidabo, José Carvalho, el detective de Vázquez Montalbán, imitaba las caras de Bogart, Alan Ladd y Paul Newman en papeles de la Serie Negra. Las colecciones populares de los años cincuenta se llamaban en España FBI, o CIA, y presentaban aventuras con personajes y escenarios de San Francisco o Nueva York. Carvalho había sido agente de la CIA y guardaespaldas de Kennedy y nunca, en su manía de quemar libros, lanzó a las llamas una de esas novelillas, de 124 páginas, que en los años cincuenta y sesenta publicaban las editoriales Rollán o Bruguera o Toray, fundamentales para la imaginación policiaca en España y firmadas por Charles G. Brown, Clark Carrados, Lou Carrigan, Frank Caudett, Curtis Garland, Burton Hare o Silver Kane, es decir, Eduardo Guzmán, Luis García, Francisco Vera, Francisco Caudet, Juan Gallardo, José María Lliró y Francisco González Ledesma, mucho antes de que Montalbán, González Ledesma, Juan Madrid, Andreu Martí, Jorge Martínez Reverte o Carlos Pérez Merinero, entre otros, pudieran entregarse a la invención de héroes y crímenes autóctonos 20 años después.
Sacralización. Los investigadores razonables de Poe, Conan Doyle o Agatha Christie atrapan a criminales razonables que se atienen a la lógica del interés o la venganza. Los detectives profesionales del mundo de Hammett se las entienden con delincuentes igualmente profesionales. Thomas Harris, en El dragón rojo (1981), El silencio de los corderos (1990) y Hannibal (1999), ideó un nuevo criminal monstruoso, maniaco, fuera incluso de las reglas gastronómicas, caníbal, caprichoso como un dios. Hannibal Lecter es un asesino múltiple que ayuda al FBI a capturar asesinos múltiples. Sus víctimas son malvados horrendos y, frente a la débil justicia humana, Hannibal es la personificación de la justicia de Dios, inescrutablemente irónica y caprichosamente brutal, como dirá el propio Lecter, que considera a la humanidad insensibilizada por la exposición constante a la vulgaridad y la violencia. Un remoto y suave antecedente de Lecter fue el investigador erudito Philo Vance, de S. S. Van Dine (1888-1939). Vance, un esteta nietzscheano de Nueva York, vivió alguna vez en Florencia, como Hannibal, y también ejercía de asesino justiciero si lo veía conveniente.
Juego. Las clásicas novelas policiacas tenían sus reglas, o eso decía Monseñor Reginald Knox, practicante del género en los años treinta y contemporáneo de los éxitos de Agatha Christie. No es que tengan reglas como la poesía, sino como el críquet, decía el padre Knox, que, traductor de las Sagradas Escrituras, dictó un decálogo para novelistas de misterio. S. S. Van Dine había dado ya veinte reglas. A John Dickson Carr cuatro le parecieron suficientes. La undécima de Van Dine niega a los sirvientes el derecho a ser el asesino. «El culpable debe ser una persona de confianza», establece Van Dine. El tercer mandamiento de Knox prohibía recurrir a pasadizos secretos, salvo que los crímenes sucedieran en una casa donde hubieran habitado católicos en tiempos de persecución.
Antagonismo. El asesino en El asesinato de Roger Ackroyd (1926), de Agatha Christie, forzó las reglas de la novela de misterio por un exceso de proximidad al investigador Poirot, de quien ejerce prácticamente como ayudante, y al lector, que asiste a la confesión del criminal sin percatarse de lo que le están contando. Muy lejos de Christie parece James Ellroy (1948), de Los Ángeles. Pero el mundo inglés, claro, campestre y pacífico donde muere Roger Ackroyd está habitado por señoras que envenenan al marido, médicos asesinos, criados chantajistas y parientes pobres que roban, como si el crimen fuera un componente esencial en las buenas familias. ¿Este mal pesa menos que la violencia onomatopéyica de la América de Ellroy, con todos sus Sinatras y asesinos de Kennedy y sus policías bestialmente a la altura de los criminales más bestiales? Ellroy tiene que resolver una cuestión que Jean-Patrick Manchette formulaba así: «¿Cómo producir un choque en los lectores, con todo lo que pasa a nuestro alrededor?».
Insolente. Patricia Highsmith tuvo la amplitud de espíritu de crear un asesino triunfante, Tom Ripley, insolente y audaz, con la cara de Alain Delon. «Un joven que se sienta en el filo de la silla, si es que alguna vez se sienta», decía Highsmith. En A pleno sol: El talento de mister Ripley (1955), el asesino heredaba a su víctima y se preparaba para ser un millonario americano en París, casado con una millonaria. Una boda así era el retiro que Hammett y Chandler les concedían a sus detectives. Ripley, un esteta capaz de abrir una cabeza con un objeto ornamental, probablemente fue una reacción contra el policía más de moda en los años cincuenta: Mike Hammer, a quien su autor, Mickey Spillane, interpretaba en el cine. Hammer era la estrella de la ejecución de sospechosos sin juicio y de la bestialidad contra las mujeres.
Lulu. Abunda en sangre violenta Lulu, la ópera que Alban Berg dejó sin acabar cuando murió, en 1935. Lulu, liquidadora de hombres, fue reina de príncipes y duquesas, tres veces viuda, presidiaria, fugitiva en París, prostituta en Londres y víctima de Jack el Destripador. Brigid O’Shaughnessy, la heroína de El halcón maltés, era menos perniciosa, pero, pelirroja y rubia y vestida en dos tonos de azul a juego con el color de sus ojos, también cumplía la ley misógina de la tradición literario-criminal.
Melodrama. Una vez le preguntaron a Raymond Chandler si sus novelas ofrecían una visión verdadera del mundo del delito, y Chandler dijo que sólo exageraban literariamente el aspecto melodramático de la corrupción real. El melodrama era la materia prima del autor de novelas policiacas, un especialista en exagerar la violencia y el miedo. El realismo del género policiaco es superficial.
Orangután. La literatura de crímenes ha tenido una tendencia histórica al disparate desde sus comienzos, y así lo demuestra el orangután culpable de Los asesinatos de la calle Morgue (1841), una de las tres historias del caballero Auguste Dupin, de Poe. Según la mecánica del género, el caso ha producido una humilde tradición de monos delincuentes: Tommaso Landolfi contó en Las solteronas, novela por entregas publicada en Florencia en 1945, el misterio de un robo de hostias y vino consagrado y querellas teológicas que quizá anticipaban el tribunal frailuno de El nombre de la rosa. En un cuento de Sheridan Le Fanu, Green Tea (1869), un clérigo se mata para no soportar el acoso blasfemo de un mono negro, emanación de su propio espíritu o consecuencia de los poderes alucinatorios del té.
Habitación cerrada. Casi todos los crímenes ocurren en mundos cerrados, porque es imposible pensar que un asesino pueda colarse en un cuarto apestillado, un compartimento del Orient Express, una familia perfecta o la abadía medieval de Umberto Eco. El nombre de la rosa (1980) y sus monjes envenenados de erudición conciliaron por un instante la literatura selecta y la barata en un pastiche detectivesco sobre libros tóxicos. Y entonces las librerías del mundo se llenaron de plagios y pastiches del pastiche genial.
Periódicos. La prensa, clave de la realidad inmediata, puede ayudar a resolver un crimen. En El misterio de Marie Roget (1842), Auguste Dupin encuentra en los periódicos la explicación de una muerte. No hay que salir de la habitación para descubrir asesinos: el investigador puede ser el preso de Borges y Bioy, Nero Wolfe o la Máquina Pensante de Jacques Futrelle. No hay que ver la escena del crimen: las apariencias engañan. El detective Max Carrados era ciego. Hoy las páginas de corrupciones de los periódicos sirven de informador y ayudante del nuevo escritor de novela negra. El vigente modelo europeo y latinoamericano de literatura criminal es periodístico, moral y sociológico.
Simenon. En 1949 Dashiell Hammett declaró liquidada la novela negra que él había fundado en los años veinte. Después de 20 años, los delincuentes de entonces se habían transfigurado en hombres de negocios. El mejor escritor de 1949 era, según Hammett, Georges Simenon, un belga. Su policía, Maigret, fumando siempre, envolvía a los sospechosos y los obligaba a respirar el mismo humo, como si Maigret, antiguo monaguillo en su pueblo, manejara el incensario para mover al arrepentimiento a sus fieles, gente oscura de la provincia y los comercios de barrio. Maigret es lento, pesado y paciente como un buen confesor. Las mejores novelas de Simenon, escritas en diez días, se reúnen hoy en dos contundentes volúmenes de La Pléiade, la colección de Clásicos del editor Gallimard. Christopher Prendergast ha sugerido la afinidad entre El hombre que miraba pasar los trenes (1937) y El extranjero (1942), de Albert Camus, y La náusea (1938), de Jean-Paul Sartre.
Da Vinci. El nuevo subgénero rampante es la novela de intriga teológica. Un asesinato en el Louvre, por ejemplo, para que lo investigue un profesor de simbología religiosa en Harvard. Entonces aparece una sociedad secreta, el Priorato de Sion, que contó entre sus cofrades a Newton, Botticelli, Victor Hugo y Leonardo da Vinci. El caso se remonta a la boda entre María Magdalena y Jesucristo, mujer y hombre estrictamente mortales y padres de una niña. Jesús sería el primer feminista y Magdalena la primera jefa de su comunidad de fieles. La Iglesia católica se ve amenazada por este secreto, los hermanos del Priorato caen asesinados y el Opus Dei es el principal sospechoso. Nos asomamos a extraordinarios secretos de una importancia cardinal: la estirpe de Jesús y Magdalena en su relación con la dinastía merovingia, los gnósticos y los templarios y la búsqueda del Santo Grial, contenedor de la sangre de Cristo. El poeta cristiano Auden lo escribió: la imagen de toda novela policiaca es la búsqueda del Grial, y así la tradición del género se remonta a las leyendas de los Caballeros de la Tabla Redonda. Estamos ansiosos de verdades históricas y consecuentemente leemos con devoción obras como El Código da Vinci, de Dan Brown.
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