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El barco se hunde y a bordo muchos se preguntan por el menú de la cena.
A pesar de ello, los médicos atienden mareos, los niños juegan encerrados en los cuartos, los técnicos arreglan las luces que chisporrotean, los guardias de a dos corren línea en los pasillos alborotados, mientras el agua está pronta a llegar a cubierta.
La tripulación, condecorada con medallas de honor por la anterior administración norteamericana de cuyos nombres no es sano acordarse, parece mantener la confianza en los protocolos de actividad que les enseñaron y que les llevó a dirigir el barco entre las piedras y caletas que lo agujerearon por todo lado. Más que confianza, lo cierto es que en realidad, sobre temas de alta mar, no conocen ninguna otra cantaleta.
El capitán atribuye a las fuerzas del cielo los vuelcos de timón que hacen parecer al Sueño, más que un barco, la motocicleta de un acróbata extremo con mal de Parkinson.
Para calmar otra gente a abordo, el capitán mandó que la orquesta toque el himno de la alegría y les reza que nadie más que él puede pedir la intersección divina para que saque el barco de la deriva. Al parecer, por la quietud de la gente, la de babor y la de estribor, la de arriba y la de abajo, la de proa y la de popa, le creen, o prefieren creerle. O quizá no hacen nada porque piensan, “de por sí estoy cerca de los botes salvavidas”.
Otro tanto se muestra atónito por ver a los miembros de la tripulación, los rasos y los altos oficiales, echar vajillas en sacos, arrancar vitrales, cuadros y relojes de las paredes y ponerlos a resguardo cerca de los botes. Les resulta bochornoso verles pelear los manjares a los roedores y otros bichos que parecen estar de fiesta.
Unos viajantes, por no mirar tan horrendas escenas hacen hoyos en el casco para esconder la cabeza; y más agua entra. Por eso no escucharon la voz que dijo “tomemos todos y todas el control del barco”. Otros, optimistas y circunspectos, llaman a los que así hablaron amotinados y les recuerdan que bajo los actuales partituras “los piratas desentonan”. El capitán, maestro de maestros entre los lobos de la mar, desconectó las comunicaciones con el mundo terrenal, botó la brújula y se tragó la llave, una vez fijado el timón. Ni se inmutó cuando le reportaron que ya flotan cuerpos en los niveles de abajo. El Sueño es su barco, su yate, su crucero, su destructor rompehielos. Para él, todo es “costo de oportunidad”. Notables viajeros, damas y caballeros, recogen el rostro desencajado entre las manos y susurran: lo sabíamos, lo dijimos, lo canté, lo escribí. Y aún sentados, con el ansia entumecida por el agua que ya moja las rodillas, piensan que aunque puedan subir a bordo de uno de los botes salvavidas deberán, o pedir cabida en otro barco o regresar a “navegar” a bordo de una nave hundida y esperar que quizá un día El Sueño vuelva a flotar.
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