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Su nombre evoca de la naturaleza su hermosura, su fragilidad, su inspiración.
Su ubicación -Santiago de Paraíso- trae a mi memoria las más gratas épocas de vacaciones que una niña pueda pasar, en la natal zona rural de sus padres y abuelos.
Sus diversos aromas, a pasto recién cortado, a tierra mojada por la lluvia de la noche, a corral, a cabrerizas, a plantas medicinales, a bosque, a cocina de leña, revuelcan mis más dormidos recuerdos de cuando la única preocupación que pasaba por mi mente era que no acabaran los tres meses de descanso que cada final de año escolar nos proveía.
Cuatro décadas después he vuelto a esa tierra bendita, aunque sólo fuese por tres días. Volví a vivir dentro de un sistema de producción agrícola, dentro de un ambiente sano para el cuerpo y calmado para el alma.
Volví a hundir los dedos en la tierra, sentí el aire fresco de la montaña golpear mi rostro, sudé por la labor del campo, sembré y coseché las hortalizas que servirían de sustento, limpié cabrerizas y corrales, aboné las moreras, alcé cabras para trasladarlas de corral, estuve en contacto con caballos y perros de la finca, separé lombrices del humus que ellas mismas han generado y ayude a ponerles una nueva cama de cabraza para su alimentación, ayudé a construir nuevos senderos para que los niños que visitan la finca puedan hacerlo con seguridad, estuve aislada del resto del mundo por la ausencia medios de comunicación.
Compartí con extranjeros que pagan por trabajar en la finca y tener la experiencia que muchos de nosotros despreciamos por ser gratuita. Comí saludable y deliciosa comida vegetariana, casera y absolutamente de cultivo orgánico. Caminé por el bosque en regeneración, el cual, estando herido de muerte, fue rescatado y tratado con la mejor medicina que tiene el hombre, el AMOR; el mismo bosque que ahora se presenta lleno de vitalidad, exhuberancia y misterio, con sus sonidos y silencios, con sus sendas cubiertas de vegetación y sus espacios abiertos, con sus oropéndolas, colibríes y mariposas. Disfruté de instalaciones rústicas, limpias y acogedoras con nombres de aves nativas. Visité un jardín botánico por el simple hecho de recrear mis sentidos dentro de él.
Pero, por sobre todo y como siempre, con mi atracción preferencial por el ser humano, ese que no deja de sorprenderme cuando él mismo se permite llenarse y ser impulsado en su actuar por el amor. Ese ser humano que a pesar de sus debilidades y faltas, hace que Dios no pierda la confianza en él como copartícipe de la creación de vida sobre el planeta.
Ese que no se deja alienar por lo que dicta la sociedad de consumo, la misma que le dice que lo más fácil y rentable es la producción de sistema tradicional con sus agroquímicos, sus semillas certificadas y sus transgénicos que le darán dinero suficiente para acallar la conciencia.
Encontré seres humanos absolutamente valiosos. Jóvenes y no tan jóvenes que aman la tierra y los animales, que se deleitan dándoles lo mejor de ellos a los cultivos, a los animales, a la naturaleza entera. Esos mismos que se esmeran por adquirir conocimientos y asumen su responsabilidad como depositarios de estos, para compartirlos y esparcirlos a su alrededor a cuantos se acerquen deseosos de aprender a cuidar de aquella que nos da sustento.
Vi en sus ojos asomar la tristeza cuando su vista se topa con los cultivos de sus vecinos que agostan la tierra con técnicas tradicionales y monocultivos y no quieren escuchar acerca de métodos orgánicos de agricultura.Esa gente llena de energía vital, dispuesta a luchar en defensa de sus ideales, de la regeneración de suelos y bosques, de las semillas criollas, de las plantas medicinales, de la agroecología, de la comida saludable, en fin, del bienestar de su gente, de su pueblo, de su patria y del mundo entero.
Agradezco a la Finca La Flor por el retiro espiritual que he vivido, en el que pude reencontrarme conmigo misma, con la tierra y con el Creador de ambas.
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