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Corría el año 1979. Varias semanas antes, un nuevo gobierno había tomado las riendas del poder en Nicaragua, después de una larga y sangrienta dictadura.
Los sindicatos universitarios de Honduras, organizaban un encuentro de representantes de organizaciones centroamericanas y del Caribe en la ciudad de Tegucigalpa; la representación de Costa Rica había sido asignada al Secretario General del SITUN (Sindicato de la Universidad Nacional) y a una servidora, en aquel entonces Secretaria General del SINDEU (Sindicato de la Universidad de Costa Rica).
Mi entusiasmo por la asistencia al evento se multiplicó ante la posibilidad de conocer el único país del área desconocido para mí, además de las expectativas que teníamos mi acompañante y yo sobre los resultados de la actividad. Me acompañaba también una larga lista de encargos (regalitos pequeños) de las personas queridas que quedaban en San José, sin faltar la demanda de gallitos de colores, uno de los símbolos más cotizados por los turistas en ese país.
Sin embargo, una sorpresa nos aguardaba en el aeropuerto de Toncontín a tempranas horas de la mañana. Un meticuloso registro nos retuvo en un alboroto en donde de manera torpe se mezclaba todo: ropa interior, jabón, cepillo de dientes, cremas, papeles… hasta que se detuvieron en lo único que les interesó: en mi valija venían varias convenciones colectivas, de las que me enorgullecía, pues se trataba de la primera convención que estipulaba los derechos laborales de los empleados de la Universidad de Costa Rica y que había sido firmada en febrero de 1978 por el entonces Rector Dr. Claudio Gutiérrez y por mí en representación de la organización. En la maleta del compañero se detuvieron en un par de hermosos afiches con la figura de Sandino. A partir de ese momento se inició una interminable pesadilla .Tras una llamada telefónica aparecieron en el aeropuerto algunos militares, quienes con arma en mano nos condujeron a un carro blindado.
El vehículo avanzaba no sabíamos hacia dónde. Miraba al compañero tal vez con la misma palidez con que él me miraba. Me preguntaba cómo sería Tegucigalpa con sus casitas de adobe, recordando un viejo cuadro hondureño que colgaba a la par de mi escritorio. Trataba de entender el lío en que nos habíamos metido, a lo mejor se había suprimido la actividad, a lo mejor los gallos de encargo nunca llegarían a su destino. Además, ¿llegaríamos el compañero y yo al destino del que habíamos salido?
El carro se detuvo a tiempo, pues por el encierro y las vueltas estaba a punto de vomitar. Me hicieron subir unas escaleras, no veía por ningún lado a mi compañero. Solicité al militar un servicio sanitario, y mi sorpresa fue la presencia de una mujer policía a la par del inodoro. De ahí en adelante la realidad se mezcló con lo absurdo, con lo irracional, mientras un mareo me dificultaba el equilibrio. Sentado en un escritorio apareció un ¿general?, ¿ un coronel?, ¿ un comandante? , no importaba el rango, lo que supe finalmente es que era un profesional en la tortura psicológica. No se cansaba de decirme que ya mi compañero había confesado, mientras yo iba descubriendo algo nuevo en mi interior, tal vez afianzado en mi instinto de conservación: nunca me cansé de repetir de manera irreal durante las miles de preguntas, que me llamaran al cónsul costarricense, que nuestra salida había sido publicada en todos los periódicos, y que si algo nos pasaba el gobierno hondureño se vería en un verdadero problema internacional . ¿Cuántas horas de interrogatorio? Creí que habían pasado días o semanas. Lo que sé es que nunca me habían tomado tantas fotos en tan distintos perfiles. Totalmente deshidratada , sin líquido y sin comida, a avanzadas horas de la madrugada me llevaron de nuevo al aeropuerto, custodiada por un militar bien armado; mi felicidad en ese momento fue encontrarme al compañero aunque tan demacrado como yo, al fin y al cabo vivo, y darnos un fuerte abrazo. Nos devolvían a Costa Rica en un avión del ejército. Sólo crucé una frase con el militar para solicitar comprar unos cuantos gallitos, no olvidando los encargos que debía llevar a Costa Rica.
Hoy, ante el golpe de estado en Honduras, único país que sigo sin conocer en Centroamérica, la pesadilla ha regresado. Siguen ahí en el ejército, militares que sembraron el terror durante décadas en nombre de Dios y de la Patria, bendecidos por algunos obispos que prefieren aliarse con el césar de turno que con la Iglesia de los oprimidos, y que a su vez se afianzan a la sombra del poder económico de la oligarquía hondureña.
Siguen vigentes en este país, las políticas del escuadrón 3-16, responsable de la desaparición, tortura y asesinato de ciudadanos (as) hondureños, salvadoreños, sudamericanos, costarricenses…
Recordemos los nombres de nuestros hermanos ticos Yolanda y Boris Fairén, desaparecidos en territorio hondureño, el asesinato de 184 estudiantes, profesores, periodistas, activistas de derechos humanos, en los años 80, entre ellos el de Tomás Nativí, esposo de Berta Oliva, quien al lado de cientos de mujeres ha forjado hoy una trinchera contra la impunidad.
La resistencia del pueblo hondureño después del golpe, de las mujeres organizadas, estudiantes, campesinos, ha sido enorme; no sabemos cuántos asesinatos han sido perpetrados, cuántos encarcelamientos o torturas se han dado desde el 28 de junio. Lo que sí sabemos es del fortalecimiento del movimiento popular, de una solidaridad internacional nunca antes desplegada después de un golpe de estado; también ha quedado de manifiesto que los defensores y defensoras de los derechos humanos desde 1979, han venido en aumento, a pesar de los traidores llamados “custodios”, que al final evidenciaron su verdadero rol de custodios de los gestores del golpe. El repudio contra el golpe y la represión se han sentido dentro y fuera del país hermano; Berta Oliva lo ha resumido valientemente en una sola frase: “La democracia latinoamericana ha sido objeto de un zarpazo y nosotros no somos tumba de nadie.”
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