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Día de mercado en Cartago colonial

En el último tracto del período colonial, se fue consolidando el jueves como día de mercado en Cartago, tiempo que competía en importancia con el domingo, que era dedicado a los actos religiosos.

En el último tracto del período colonial, se fue consolidando el jueves como día de mercado en Cartago, tiempo que competía en importancia con el domingo, que era dedicado a los actos religiosos.
El mercado público de la Plaza Mayor se constituía en la mayor fuente de intercambios en el nivel comercial, las tiendas seguían funcionando como fuerte alternativa de abasto en el transcurso de la semana y el comercio de ventas ambulantes aumentaba su actividad.
A la Plaza Principal llegaban españoles, criollos, mestizos, indígenas, negros, mulatos, pardos y zambos. Las calles se animaban cada jueves, con una actividad particular diferente a los demás días de la semana. Desde la madrugada, empezaban a llegar las toscas carretas cureñas de los pueblos ubicados en la sección oriental del Valle Central, como: Arrabal, Chircagres, El Tejar, Taras y Aguacaliente.
Con paso cadencioso, las carretas se instalaban en las inmediaciones de la Plaza Mayor, que junto con los caballos, bueyes y mulas obstruían el paso por las principales arterias de la ciudad capital de la Provincia de Costa Rica.    Las campanas de la Iglesia Parroquial y de las otras cinco iglesias de la urbe muy temprano despertaban, con su repicar, a los que dormían sobre los bultos de las mercaderías, al mismo tiempo las señoras de las familias principales y sus esclavas -negras y mulatas- salían de sus «casas de morada» llevando tinajas de barro para llenarlas del agua de las acequias que corrían a un lado de las calles, pues había que preparar los alimentos, el baño de las niñas de la casa o bien iniciar las actividades de limpieza. Otras damas con sus velos y rosarios se apresuraban a cumplir con los servicios religiosos -a los que eran tan afectas y que formaban parte de sus obligaciones- acompañadas de señores vestidos de negro  y capas a la española, que iban a la plaza con el objeto de realizar sus transacciones.
La Plaza Mayor desplegaba múltiples artículos, que por lo general eran de extracción autóctona, sin faltar algunos importados como géneros, mantas y sombreros de pita traídos de Guatemala, Panamá, Ecuador o el Perú, trajes de lana y utensilios manufacturados en talleres ingleses, que por lo general llegaban de la tórrida Matina, gracias al comercio ilícito. Sin embargo, la mayoría la mayoría de los artículos eran confeccionados con «recursos del país», como bagatelas, chaquetas, zurrones de cuero, cestos de mimbre de Quircot, alfarería del sur de Cartago, jícaras y huacales muy labrados, utensilios de labranza, jabones, velas de sebo, faroles, entre otros.
Con todo, la Plaza Mayor estaba especialmente ocupaba por improvisadas tiendas para vender carnes, aves, granos frutas, vegetales y hortalizas, palmitos, plátanos maduros o verdes, yuca, elotes y hierbas aromáticas y condimentos. De igual forma, no faltaban los puestos en los que se ofrecía la «bebida», o sea el aguadulce, la mazamorra, el chinchibí o el chocolate de jícara acompañado con bizcochos, tortillas, maíz crudo, totopostes o prestiños. El fuerte sonido del regateo de la peseta o el maravedí, pese a que la moneda de curso corriente era el cacao, contrastaba con el silencio de la aceptación rápida por su bajo precio cuando se trataba de sabrosas frutas como anonas,  guanábanas, papayas, granadillas, naranjas,  limones, limas, higos y membrillos. Las mercaderías eran ofrecidas por los propios productores en alegres y floridos puestos, a veces acompañados por sus mujeres que ayudaban a promover el producto, o se encargaban de la asistencia del improvisado mercader. A estos puestos temporales acudían los compradores para adquirir los productos necesarios para la elaboración de sus alimentos, o para satisfacer un antojo.
Alrededor de las cuatro de la tarde la Plaza Mayor estaba de nuevo vacía; por las calles desfilaban las últimas carretas rumbo a los pueblos vecinos y lejanos a Cartago. Las puertas de las casas se cerraban y algunas ventanas de rejas de madera torneada dejaban ver, tímidamente, el interior de las casas solariegas, donde el núcleo familiar se reunía después del rosario, a contar las experiencias y los chismes de aquel agitado jueves; y de nuevo, al eco de las campanas y el ladrido de los perros, Cartago se envolvía en la espesa bruma, en espera del nuevo día.   
 

  • Guillermo A. Brenes - Tencio
  • Opinión
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