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El actual conflicto fronterizo con Nicaragua –que ha generado las peores manifestaciones de intolerancia y xenofobia que alguna vez haya visto en este país– me ha llevado a reflexionar sobre el profundo significado que ha tenido ese país en mi vida personal.
La primera vez que visité Nicaragua fue en agosto de 1989, cuando este servidor tenía sólo 17 años y cuando, a pesar de la perestroika y el glasnost, la Guerra Fría no parecía tener un final cercano en Centroamérica. En ese convulso año recibí una beca para estudiar en la antigua Unión Soviética, y por esta razón viajé a Managua para tomar un vuelo de Aeroflot a Moscú.
Más de veinte años después, todavía recuerdo vívidamente la impresión que me causó el caos y el desorden que imperaba en una ciudad que aún mostraba los devastadores efectos del terremoto del 72, sumado al clima de agitación y discusión política, las consignas revolucionarias sandinistas pintadas en los muros y, sobre todo, la extraña sensación de que ese lugar era el foco de atención e interés del mundo entero y de ser un testigo privilegiado de la Historia. Por todo esto, las imágenes de ese momento quedaron grabadas para siempre en mi memoria.
Durante mi estadía en la antigua URSS tuve la oportunidad de conocer y convivir con muchos jóvenes nicaragüenses, con quienes fui creando una fuerte amistad. La mayoría de ellos habían sido forzados a pelear en una guerra absurda y fratricida que les había impuesto el gobierno de derecha estadounidense de ese entonces, un gobierno tan extremista y cavernario como los que hoy en día en EE.UU. ven en Barack Obama y su reforma de salud, la encarnación de todos los males.
Esa convivencia me hizo darme cuenta de lo asombrosamente parecidos que somos ambos pueblos. Poco a poco, fui entendiendo que ticos y nicas en ese lejano país no sólo compartíamos la nostalgia por el gallo pinto, las tortillas de maíz, los tamales o la natilla con sal, sino también un pasado histórico, lingüístico y cultural en común, e incluso el humor y las bromas que ocasionalmente hacíamos de nuestros profesores y compañeros.
Hoy, cuando han pasado más de dos décadas y convivo felizmente con mi compañera –cuyo padre es nicaragüense– me siento orgulloso de haber tenido la oportunidad de haber vivido esa experiencia que me marcó para siempre. Y por eso sé que ninguna campaña mediática patriotera, me convencerá jamás de que nuestros vecinos del norte nos agreden o son nuestros “enemigos”. Para mí, ellos siempre serán el humilde joven idealista de Masaya que conocí en ese entonces, que quería estudiar ingeniería para construir un futuro mejor para su país, esa hermosa tierra de lagos y volcanes llamada Nicaragua.
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