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Christian Hess tuvo la valentía de describir, en esta página, un padecimiento personal conocido como Asperger (2/1/11) que, posiblemente, muchos otros tienen sin saberlo o lo sufren en silencio.Esa admirable acción me animó a publicar estas reflexiones que, hace alrededor de tres meses, hice ante un desplome de salud causado por una seria insuficiencia hormonal. A diferencia de don Christian, quien se dirigió principalmente a los que tienen el síndrome específico que lo afecta, yo me refiero a la senescencia, un problema que nos espera, en la vida, a todos los seres humanos.
Los diccionarios no definen ese término en forma precisa: el de la Real Academia Española (DRAE) dice que es calidad de quien “empieza a envejecer”; y el Webster’s II New College Dictionary, de manera casi idéntica en inglés, se refiere a “avance o aproximación a la vejez”. Obviamente, según esas definiciones, el ser humano sería siempre “senescente”, ¡lo cual no ayuda mucho a conceptuar, ni entender ni tratar el fenómeno!
No obstante, tengo una anécdota personal que me permitió captar la idea con relativa exactitud. A finales de 2009, entrando al campus de la UCR en automóvil, me encontré con otro conductor que avanzaba con extrema lentitud, aparentemente distraído o desubicado; y pité suavemente, para llamar su atención. Se asomó un joven por la ventana delantera izquierda, me hizo la conocida señal de rechazo y siguió como que si nada. Entonces, en la primera oportunidad que tuve, coloqué mi vehículo delante del suyo, salí y le dije: “!Salga y me hace la señal otra vez!”, alistándome para una pelea. A lo cual, el joven me respondió con una sonrisa tolerante: “Abuelo, perdone lo que hice; aún así, saldría si usted tuviera treinta años menos”. Me hizo gracia la ingeniosa respuesta de mi eventual contrincante, tanta, que le di la mano y dije: “Así me gusta, que respete a los viejos”. Y nos despedimos entre risas.
Así, entendí claramente que soy senescente. Y, tal vez, lo más importante, al entrar en ese proceso o estado, es que uno mismo lo tome con buen humor y los otros con respeto. Además, ya en serio y con realismo, al respecto cada ser humano debe ponderar, independientemente, creencias religiosas, convicciones ético-morales, inclinaciones filosóficas y valores de toda índole que, desde mi punto de vista muy personal, resumo de modo ilustrativo como sigue:
• Infinito-Dios nos presta vida a cada uno para desarrollarla en provecho propio y contribuir al desarrollo de otros, no para aferrarnos a ella, simplemente, y exprimir la de otros.
• Llega una etapa de la vida, en que uno comienza a requerir -de otros y aun de sí mismo- más que lo que puede dar. Esa etapa es la que cabe entender como senescencia; y, para precisarla o medirla, se necesita madurez y objetividad. Entonces, surge la pregunta: ¿para qué prolongar la vida, cuando se comienza a padecer una serie de males que generan sufrimientos personales y costos afectivos crecientes? En tales condiciones y circunstancias, ¿no sería preferible partir al encuentro con Infinito-Dios en el menor tiempo y dolor posible?
• Aunque le corresponde a uno decidir, en última instancia, consultando con Infinito-Dios, también se debe considerar, especialmente, las necesidades y voluntades de quienes nos aman y a quienes amamos.
Desde esa perspectiva y ante tales realidades o inminencias, hay dos opciones básicas: desentendimiento y eutanasia. La primera es una actitud atribuida al avestruz, que entierra la cabeza para desconocer la culminación de un mal que está por afectarlo y espera el desenlace con resignación; la segunda consiste en reconocer el proceso y acortar voluntariamente la vida cuando se sufre deterioro irreversible y doloroso. (DRAE). Estimado lector, estimada lectora: ¿cuál es su análisis?, ¿cuál es su preferencia?
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