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Mamá, en tu vida centenaria, los siete te celebramos. Así, como a todas las madres de la Patria.
Mamá, nos conocemos desde siempre, desde la célula primigenia que atesora las claves de la vida. Crecimos al calor de tu cántaro, en tu fragua se forjó la unión con Papá, y así se injertaron los milenarios troncos de los dos. Sentimos tu mirada y tus manos que tomaron las nuestras para enseñarnos a caminar. Nacimos de vos y vos vives en nosotros.
Mamá, hoy te damos la mano con amor, para que no tropieces por los viejos caminos, y recordamos cómo ayer nos diste la tuya.
¿Te acordás de nuestros juegos infantiles? Teníamos una sociedad bulliciosa y festiva, entre primos y amigos. Gustábamos de los mangos, de tonos rojizos, amarrillos, anaranjados, tornasolados.
Pero los árboles de la cosecha, junto a la tranquera, eran muy altos, imposible de alcanzar sus frutos para nuestras pequeñas manos. Entonces, ideamos una larga mano para apear los mangos que, con fruición, mirábamos desde abajo.
Tomábamos una pita del monte y hacíamos una soga, sujetando las puntas entre el índice y el pulgar, y entonces comenzábamos a gritar nuestro terrible conjuro: “Julián –así nombrábamos al viento– si no vienes, te ahorco”.
A la vez tirábamos de las puntas de la pita, amenazantes, para reducir el diámetro de la soga, y de este modo hacer ver al viento que cumpliríamos lo que anunciábamos a viva voz.
Si el viento llegaba con su mano larga y fuerte, a sacudir las ramas del corpulento árbol, caían los coloridos mangos, celebrábamos nuestra victoria, y el viento no sería “ahorcado”.
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