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Sucedió un día por la noche. Como siguió ocurriendo otros días. En muchos otros días. El futbolista buscó una posición estratégica, óptima para decretarse un penal sorpresivo. Esperó al jugador rival que ya se acercaba, casi como un incauto.
Al acercarse éste el jugador hizo lo que obstaculizaba. Se lanzó, como si lo esperara una piscina invisible, unos brazos de mujer desesperada por él, se lanzó debajo de los pies del rival. Pareció penal. El efecto deseado se había alcanzado.
La representación teatral, y con insulto al teatro, se había tejido, se había representado y empezaba a dar resultado. Si hubo un contragolpe, violencia en el deporte, fue la actuación que partía desde la falsedad. Si hubo un penal, fue contra el espíritu del fútbol mismo, fue contra el espíritu del deporte mismo.
El árbitro dictó penal. El penal se convirtió en gol. Gol injusto si se entiende que nació de la actuación. El engaño de la actuación se convirtió en verdad. Nadie en la historia reconocerá y publicará con atención a la posteridad esta inversión torcida y procaz de los hechos. Es cierto que la historia implica interpretación, pero ello no significa (moralmente, por lo menos) la socialización y perpetuación del engaño como validación.
¿Quiénes conservan, mantienen y reproducen estas conversiones (inversiones)? ¿Qué idiosincrasia hace y aprueba las falsedades, farsas y actuaciones de estos futbolistas? ¿Se puede considerar un juego honesto aquel donde los jugadores hacen piruetas y actuaciones falsas, fingidas? ¿Necesitan los árbitros de fútbol cámaras de grabación para evaluar las jugadas dudosas?
El fútbol, en tanto deporte, no puede ser ni la oportunidad, ni la recompensa, ni la perpetuación de la falsedad y de la malicia social. Consentir, convivir con eso y reírse y aplaudir eso, no deja de ser síntoma de una enfermedad social…
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