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Los antiguos imperios -Romano, Otomano, Persa, entre otros- identificaron siempre la paz con la ausencia de guerra. La llamada “pax romana” surge precisamente luego que los adversarios son enterrados y el proyecto de expansión romana prosigue “normalmente”. Acoto lo anterior en ocasión del sexto intento que hacen los colombianos por llevar la paz a su territorio, luego que el gobierno del presidente Belisario Betancourt (1982-1986); Virgilio Barco (1986-1990); César Gaviria (1990-1994), Ernesto Samper (1994-1998) y Andrés Pastrana (1998-2002), fracasaran en su intento de imponer la “pax romana”. Demandar a los adversarios deponer las armas como primera condición, sin mayores compromisos sociales y económicos, es como desconocer las causas que llevaron, por ejemplo, a que más del 40% de los guerrilleros colombianos sean niños. En 2001, las autoridades colombianas consideraban que esa cifra era de cerca del 30%.
Un estudio de 120 páginas divulgado recientemente por Natalia Springer, una colombiana experta en derecho internacional y derechos humanos, asegura que en ausencia de datos claros sobre el reclutamiento de menores, ella y unos 80 investigadores pasaron cuatro años entrevistando a casi 500 niños guerrilleros desmovilizados.
Supongo que si estos menores tuvieren oportunidad garantizada de escuela, colegio, universidad y sanidad, especialmente en la zona rural colombiana, junto a sus padres, actores directos de una reforma agraria que contemple precios justos y tierra para quienes la trabajan, no hubieran mantenido desde 1966 una guerrilla latente, incluso desafiando el río de dólares y moderna tecnología militar que los estadounidenses aportan al ejército colombiano.
Digo esto en retrospectiva de un centroamericano que en el ejercicio del periodismo viví 25 años atrás las negociaciones de paz (como ausencia de guerra que golpeaba el turismo, las exportaciones y el Producto Interno Bruto de nuestras naciones) entre la guerrilla salvadoreña y los gobiernos de Napoleón Duarte o Alfredo Cristiani.
Vemos así que en Centroamérica los cañones se callaron. ¡Albricias! Pero cómo me duele Guatemala. Un análisis reciente de la periodista Randy Saborit Mora, en ocasión de los 191 años de independencia de Guatemala, da cuenta que en ese país la violencia (sin guerrilla) costó la vida a 5600 personas en el 2011. En El Salvador, bajo un gobierno de los revolucionarios del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), el 70 % de las familias vive de las insuficientes remesas que envían los 720.000 salvadoreños que anualmente salen de su país. Según la agencia Europa Press, el 70 % de las familias que se quedan sobreviven gracias a esas remesas, unas cantidades que, sin embargo, no alcanzan para cubrir las necesidades básicas -alimentación, agua, electricidad, educación y salud- de una familia media compuesta por entre cuatro y seis miembros. En Honduras, la pobreza se acentúo en el área rural, siendo estas las que presentan mayores limitaciones en cuanto a cobertura y calidad de los servicios sociales. La población rural, que representa alrededor de 53% de la población del país, tiene niveles de pobreza que al 2010, alcanza al 65.4 % de sus habitantes, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. En Costa Rica me duele que el obrero de construcción cumpla su jornada y pase de inmediato como vigilante privado, porque el salario se lo congelaron. Tenemos cerca de un millón de costarricenses pobres cuya realidad es distinta a los que viven en Rohrmoser o Villas de Ayarco.
Dado el cerco informativo respecto a las guerrillas, trascendió que el acuerdo para conversar entre FARC-EP y el gobierno colombiano comenzó el pasado 26 de agosto en Cuba y proseguirá en Oslo, Noruega. El denominado “Acuerdo General para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera” contiene la esperanza que la tranquilidad social sea producto y construcción de la sociedad colombiana sin distinciones, con respeto a los derechos humanos en todos los confines del territorio nacional y con un desarrollo económico con justicia social, en contraposición con la tesis de “pax romana” que en anteriores conversaciones estuvo presente. Ahora bien, cómo estructurar esta democracia participativa, tomando en cuenta que en Centroamérica la mayoría aún soñamos con ella, es y será el gran dilema del pueblo colombiano. A lo mejor descubrirá, luego de este ensangrentado conflicto que la paz, como en el reino del Señor, no es cosa acabada sino que se construye en la tierra todos los días con dignidad. Si esto último falta nos hemos engañado.
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