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Noam Chomsky, profesor del MIT (EE.UU.) cuenta que Woodrow Wilson fue elegido presidente en 1916 con el lema de “Paz sin victoria”. Esto ocurrió en plena primera guerra mundial, cuando la población estadounidense no veía ningún motivo para que su país interviniera en una guerra europea. Pero en realidad Wilson estaba comprometido con la guerra y tenía que hacer algo al respecto. Con tal fin creo una comisión de propaganda gubernamental, que en un plazo de seis meses logró convertir una población pacifista en una histérica y belicista, que quería ir a la guerra y “salvar al mundo”. Así fue posible dirigir y manipular el pensamiento de la mayor parte de la gente y “fabricar consenso” masivo; lección, que según este autor, aprendieron Hitler y muchos otros.
Y es que para Chomsky, en la dinámica capitalista los medios diseminan información en virtud de los intereses de las élites económicas y políticas dominantes, y de la lógica del mercado, en un contexto comunicativo constituido por un pequeño grupo de expertos, que están al servicio de “los amos” (corporaciones dueñas de los medios), y por los ciudadanos, que aceptan de forma poco crítica e indiferente la información y publicidad que transmiten (como un “rebaño desconcertado”). Además, las presuntas críticas que dichos medios dirigen contra el Estado o gobernantes, se establecen en gran parte dentro de un consenso previo, determinado por intereses compartidos. Así que son raras las desviaciones de este consenso, y si suceden son resultado de la dinámica propia de la lucha político-económica de la sociedad. Y finalmente los medios contribuyen a interpretar la realidad de una forma muy elemental, operativa y que busca unificar todas las opiniones.
Otros estudiosos, como el filósofo español J. A. Zamora, señalan que el valor político de los medios de comunicación no está sólo en sus “contenidos” y cómo se abordan, sino también en la hegemonía que ha alcanzado en ellos la diversión y el entretenimiento, pues el mundo se ha convertido en un escenario donde la presencia seductora, el éxito, la fama y las consignas publicitarias sustituyen al discurso, a la reflexión, y se tornan en los únicos recursos de legitimación y reconocimiento social, construyendo modelos de realidad o imaginarios colectivos que convienen a los grupos dominantes. Por eso, “casi todo cuanto se resiste contra lo fácil, superficial y conformista tiende a ser neutralizado”.
Por tanto, la cultura mediática construye y propaga, aunque no sea de forma completamente intencional y planeada, una visión de mundo, un sentido de pertenencia y de realidad para la vida cotidiana de las personas. O sea, juega un papel importante en la elaboración de valores, creencias, deseos, patrones estéticos y de consumo; donde dicho consumo no solo resulta ser un medio de satisfacción de necesidades y deseos, sino también brinda identidad y sentido de vida. Por ejemplo, para el profesor italiano G. Sartori, la televisión además de instrumento de comunicación, es también “paideía”, pues genera un nuevo tipo de ser humano: el “homo videns”, una persona con muy baja capacidad de abstracción, incapaz de entender conceptos y fácil de ser manipulada. ¡Nótese aquí el valor estratégico que tiene controlar y dominar los medios de comunicación y la propaganda!
Por supuesto, tanto publicistas como los dueños de los medios privados, se defienden señalando estas posturas como “teorías conspirativas” que deben superarse, y además, recalcan que su quehacer no pretende ser “maquiavélico”, y que mucho menos se debe considerar a los ciudadanos como masas descerebradas sin capacidad crítica, pues el proceso de comunicación se construye gracias a la intervención activa de actores sociales muy diversos. La discusión sobre el papel de los medios y la cultura de masas aún persiste, y existen corrientes de estudio y diferencias, lo que nos hace recordar al escritor italiano U. Eco, quien ya en los años setenta hacía una diferencia entre quienes mantenían una posición crítica denunciando la degeneración mercantil de la cultura y la comunicación de masas (los “apocalípticos”), y quienes suscribían sin reservas las virtudes democratizadoras de esta cultura (los “integrados”).
En la actualidad, muchos estudiosos ven en el acceso democrático de la ciudadanía a la Internet y a los medios de comunicación una opción alternativa y esperanzadora, capaz de permitir a los pueblos (indígenas, campesinos, universitarios, ambientalistas y otros movimientos sociales y grupos civiles organizados), no solo recuperar parte del control de los medios (en su mayoría en manos privadas), sino también reconquistar su identidad, su memoria y su palabra, y de esta forma suscitar sujetos aptos para oponerse o resistir el cerco ideológico y mediático que propicia el sistema dominante globalizado y neoliberal, y así abonar esfuerzos en la construcción de una sociedad más democrática, libre, justa y ambientalmente sostenible.
En este sentido, no hay duda de que el Semanario Universidad (al igual que todos los medios de comunicación de la UCR), ha sido una alternativa valiosa, que ofrece a sus lectores libre expresión, periodismo investigativo e información crítica y de denuncia, en contraste con lo que predomina en muchos medios de difusión comerciales. Es por eso que ante los cambios que se avecinan en el Semanario, esperamos que este no quede desprovisto de la dimensión crítica y de la responsabilidad social que lo han caracterizado hasta hoy, aspectos que con frecuencia afectan los intereses particulares de las élites político-económicas y de quienes medran alrededor de estas.
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