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La nostalgia del periodismo narrativo

En la era de Internet las buenas historias siempre tienen lectores ávidos de recibirlas, pero por paradoja los canales para su difusión se vuelven cada vez más difíciles y escaso.

En la era de Internet las buenas historias siempre tienen lectores ávidos de recibirlas, pero por paradoja los canales para su difusión se vuelven cada vez más difíciles y escaso.
“Indagar, investigar, preguntar e informar son los grandes desafíos de siempre”, aseguraba Tomás Eloy Martínez en su extenso artículo “El periodismo vuelve a contar historias”, en el cual conservaba la esperanza de que el relato periodístico a profundidad sobreviviría a las comunicaciones inmediatas y por lo general superficiales de la actualidad.
El periodismo escrito cada vez procura parecerse más a las maneras informales del Facebook y el Twitter para tratar de cruzar a la otra orilla y salvarse de la crisis del papel, y a menudo olvida un principio elemental que otrora lo convirtiera en una práctica imprescindible en la sociedad: su facultad para contar historias.
 
El reportaje a profundidad y narrado al amparo de las mejores técnicas narrativas es hoy un raro ornitorrinco en la prensa costarricense y latinoamericana, la que procura parecerse más y más a los medios audiovisuales liderados por la red.
Aunque el país no ha tenido una larga tradición del reportaje literario al estilo del Nuevo Periodismo, que con Tom Wolfe, Gay Talese y Truman Capote, entre otros, el cual eclipsó a la prensa norteamericana en los años sesentas, hoy las posibilidades de toparse con una buena historia no es posible ni siquiera en los espacios dominicales.
En América Latina la aspiración de contar  buenas historias ancladas en la realidad prevalece en países como Argentina, Perú y Colombia, pero se hace en revistas que tienen que hacer miles de malabares para sobrevivir como es el caso de Etiqueta Negra o El Mal Pensante.
Así que el panorama del periodismo narrativo, Nuevo Periodismo, Nuevo Nuevo Periodismo o Periodismo Literario, nombres con los que suele llamársele a esta modalidad del periodismo que se apropia de las técnicas literarias para acercarse a la realidad, es hoy más oscuro que nunca, aunque el entorno demande cada día maneras de acercamiento que apuesten por historias bien contadas.
¿UNA MODA?

Cuando Tom Wolfe lanzó en 1972 lo que sería una especie de manifiesto del Nuevo Periodismo, en el que anunciaba el destronamiento de la novela por parte de esa partida de “bárbaros”, los hombres de segunda clase en las letras, los periodistas que se pasaban noches y días enteros con sus fuentes con tal de sacar un dato, un detalle, un elemento que les permitiera retratar a las mil maravillas al héroe o marginado del que querían escribir, hubo una conmoción porque se les acusó de falsear la realidad.
Es decir, que un grupo de literatos e incluso un sector de la prensa tradicional estadounidense se negaba a aceptar que una historia periodística podía contarse como si fuera un cuento o que en el reportaje se pudieran incluir tantos elementos y tan dispares como se hacía en el terreno de la novela.
De modo que a Wolfe, un provocador nato, al que le encanta la polémica, le llovieron críticas y se le auguró al movimiento espontáneo del Nuevo Periodismo una vida efímera e intrascendente.
Cincuenta años después esa premonición parece hacerse realidad, no porque el Nuevo Periodismo haya fracaso en su aspiración de impulsar una revolución en las técnicas de contar en el periodismo, sino porque las buenas y largas historias ya no encuentran cabida en una prensa que en muchos casos vive de la hondura de dos párrafos y una enorme fotografía que acompaña a la noticia.
“¿Qué es esto, en nombre de Cristo? En otoño de 1962 se me ocurrió coger un ejemplar de Esquire y leí un artículo que se titulaba: “Joe Louis: el Rey hecho Hombre de Edad Madura”. El trabajo no comenzaba en absoluto como el típico artículo periodístico. Comenzaba con el tono y el clima de un relato breve, con una escena más bien íntima; íntima al menos según las normas periodísticas vigentes en 1962, en todo caso”, relata Wolfe en su libro El Nuevo Periodismo.
Y es que esa manera de abordar la realidad, que era propia de la novela realista, que tuvo su reinado en el ámbito literario entre 1850 y 1950, en especial en la órbita estadounidense, era de la que estaban haciendo gala esa partida de “advenedizos”, los Nuevos Periodistas como muchos gustaban de autollamarse para asombro y furia de muchos.
El panorama que prevalecía en aquellos años sesenta en las letras norteamericanas no es muy distinto del que hoy predomina: hay un descuido de lo real en las historias que se cuentan y ese torbellino también arrastra al periodismo.
El propio Wolfe respondía así a  una pregunta sobre el estado de la novela y el periodismo: “A los jóvenes no les atrae la novela actual, porque no les enseña cómo es el mundo. Los novelistas deberían salir y recorrer el país. Podrían hacer como los directores de cine: habrá, como hay, películas horrorosas, pero al menos siguen interesados en salir y hacer cine sobre cosas que descubren”.
Y eso era precisamente lo que hacía el Nuevo Periodismo. Los reporteros vivían en los barrios, recorrían las calles de las ciudades, iban con frecuencia a la policía, hurgaban aquí y allá en busca de una señal, de una historia que contar y que merecía soportar la lluvia, el sol o los peligros excesivos, todo con tal de contar una realidad que estaba ahí a la espera de un buen narrador.
Eso lo hacían, en especial, los reporteros, esa especie en extinción en el periodismo actual, en el que todo se indaga por teléfono y en el que ya no es necesario, como decía la vieja guardia del periodismo, estar en el lugar de los hechos.
Ese espíritu de reportero es imprescindible para alcanzar las buenas historias y de nuevo es Wolfe el que puntualizó en una entrevista de qué se trata el asunto: “un reportero es alguien con una taza de mendigo que está esperando una contribución a la cual no tiene derecho. Pero simplemente tienes que quitarte la vergüenza y el pudor de encima y meterte en las vidas de los otros. Y estar a la merced de sus agendas y sus horarios. Y es ponerse en posición social terriblemente inferior”.

UNA HISTORIA
 
En la marea informativa de la actualidad, en el que las noticias se suceden como en un espiral infinito, cabe de nuevo aquella interrogante que se hiciera un historiador contemporáneo español, quien se preguntaba “¿quién ordena el mundo?”.
El periodismo narrativo sería uno de los llamados mediante sus historias a tratar de esclarecer y ordenar ese flujo informativo que genera la sensación de que hoy se comprende mejor la realidad, cuando todo apunta que los lectores se sienten en verdad cada vez más desubicados y perdidos.
Tomás Eloy Martínez, periodista siempre y escritor después, sostenía en su artículo que era necesario que el periodismo volviera a contar historias, que volviera a ordenar ese mundo de la inmediatez y el desamparo, en el que la televisión asumió el reinado a merced de un periodismo escrito confundido y debilitado.
“La gente ya no compra diarios para informarse. Los compra para entender, para confrontar, para analizar, para revisar el revés y el derecho de la realidad. No es por azar que, desde que introdujo la narración como estrategia, The New York Times subió su circulación, después de un primer ligero retroceso suscitado por la sorpresa de todo lenguaje nuevo”.
Lo que afirma Martínez quizá sea una constante en The New York Times, incluso en medio de la crisis que supone el modelo del papel en contraposición con el diario digital, pero no sucede en Costa Rica ni en el resto de América Latina, en donde el periodismo a profundidad, ligado a las buenas maneras de contar, está prácticamente desterrado y solo de vez en cuando aparece un náufrago con una buena historia, por la que tiene que suplicar para que le den espacio en algún diario o semanario.
A menudo sucede también que esas buenas maneras de contar se confunden con un estilo “afectado” o con un exceso de protagonismo del narrador, cuando ni una cosa ni la otra eran la esencia del Nuevo Periodismo.
“Mucha gente cree que el Nuevo Periodismo era dar tus propias opiniones, mezclarlas con la historia que estabas contando, convertir esa historia en algo personal, escribir impresiones. Para mí, jamás fue eso. De hecho, nunca utilicé la primera persona del singular, a menos que tuviera un papel en la historia. ¿Por qué voy a tener que utilizar el yo si lo único que soy es un observador? ¿A quién le interesan las impresiones de un periodista?”, insistía Wolfe.
 
¿DÓNDE ENCONTRARLAS?
 
Si las buenas historias de la vida real ya no están en los periódicos, dónde encontrarlas se preguntará el lector. En el caso norteamericano todavía publicaciones como The New York Times y Washington Post son partidarios del periodismo narrativo. Revistas como The New Yorker e incluso The Vanity Fair todavía se atreven a publicar largas historias escritas por periodistas que no solo son buenos reporteros, sino también buenos escritores.
Conviene resaltar este punto, porque de nada vale un excelente material recogido por un audaz reportero, si a la hora de transponer esa realidad al papel se pierde su encanto y esencia.
Las revistas y periódicos citados son la excepción. De ahí que ante el panorama reinante en la prensa, las buenas historias tanto en Estados Unidos como en Europa se han traslado a los libros.
Eso es lo que han tenido que hacer grandes reporteros, quienes han recurrido al libro para poder contar sus historias.
Entre ellos sobresale el caso de Ryszard Kapucinski, quien fuera toda su vida reportero de la agencia polaca de prensa, pero que paralelamente acumulaba sus notas en cuadernos, lo que le permitió publicar varios textos, entre los que destacan dos extraordinarios libros: Ébano, quizá el mejor de toda su producción, y El Imperio.
En los Cinco Sentidos del Periodista, un libro breve, Kapucinski explicaba cómo el estar muy atento en su largo peregrinar por África y América Latina le ayudó a construir sus historias.
El hecho de que las buenas historias de los buenos periodistas hayan tenido que trasladarse al formato del libro, dado que en los diarios y revistas no tienen mayores opciones de publicarse, no evidencia el que aquel torbellino de bárbaros del Nuevo Periodismo fueran una moda, sino que la inmediatez y la superficialidad son, ante todo, la marca que define los tiempos actuales del periodismo.

UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD

A pesar de que las historias están ahí en los barrios, en las esquinas, en el bulevar, en los bares de mala muerte, en la barra de la Asamblea Legislativa, en las graderías de los estadios vacíos, la pregunta que surge es si el periodismo literario-narrativo podrá tener una segunda oportunidad en las publicaciones de los diarios y en las pocas revistas que sobreviven en la actualidad, habida cuenta de que la inmediatez y lo audiovisual son los elementos que prevalecen en el panorama noticioso.
La necesidad humana de que le cuenten historias sigue intacta desde tiempos inmemoriales y tras la invención de la imprenta y la explosión de los diarios baratos, con la prensa del penique, se vivieron tiempos heroicos e inolvidables, dado que las extensas historias tenían su lugar. Y esta necesidad, a diferencia de casi todo lo contemporáneo, no pasa de moda en unos cuántos días.
Mientras esa necesidad de trascendencia de lo circunstancial permanezca latente, una buena historia siempre tendrá una oportunidad según Martínez, para quien el acto de la narración lleva implícita maneras de explicar mejor el mundo.
“Uno de los más agudos ensayistas norteamericanos, Hayden White, ha establecido que lo único que el hombre realmente entiende, lo único que de veras conserva en su memoria, son los relatos. White lo dice de modo muy elocuente: ‘Podemos no comprender plenamente los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha menos dificultad para entender un relato que procede de otra cultura, por exótica que nos parezca’. Un relato, según White, siempre se puede traducir ‘sin menoscabo esencial’, a diferencia de lo que pasa con un poema lírico o con un texto filosófico. Narrar tiene la misma raíz que conocer. Ambos verbos tienen su remoto origen en una palabra del sánscrito, gnâ, conocimiento”, apuntaba Martínez.
El autor de Santa Evita añade que “el periodismo nació para contar historias, y parte de ese impulso inicial que era su razón de ser y su fundamento se ha perdido ahora. Dar una noticia y contar una historia no son sentencias tan ajenas como podría parecer a primera vista. Por lo contrario: en la mayoría de los casos, son dos movimientos de una misma sinfonía. Los primeros grandes narradores fueron, también, grandes periodistas.
“Entendemos mucho mejor cómo fue la peste que asoló Florencia en 1347 a través del Decamerón de Boccaccio que leyendo todos los documentos de esa época. Y, a la vez, no hay mejor informe sobre la educación en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX que la magistral y caudalosa Nicholas Nickleby de Charles Dickens. La lección de Boccaccio y la de Dickens, como las de Daniel Defoe, Balzac y Proust, pretende algo muy simple: demostrar que la realidad no nos pasa delante de los ojos como una naturaleza muerta sino como un relato, en el que hay diálogos, enfermedades, amores, además de estadísticas y discursos”.
Y es que la esencia con que nació el periodismo fue la contar historias, ni la evolución a la pirámide invertida, ni la inmediatez, pueden cercenar ese origen tan humano de un género como el periodismo, que hoy se debate entre los “tuits” y los insulsos comentarios de Facebook, y olvida que otrora por sus páginas desfilaron historias memorables.
Las historias periodísticas hacen, como insiste Martínez, que “el lector identifique los destinos ajenos con su propio destino. Que se diga: a mí también puede pasarme esto. Hegel primero, y después Borges, escribieron que la suerte de un hombre resume, en ciertos momentos esenciales, la suerte de todos los hombres. Esa es la gran lección que están aprendiendo los periódicos en este comienzo de siglo”.
La realidad sigue ahí: intacta. En espera de que un buen reportero, o un novelista, que se quiera pasar a la “no ficción, como en su momento lo hiciera Truman Capote con A sangre fría, saque su libreta, su lapicero, y esté dispuesto a vencer las inclemencias y las miserias con tal de retratar las múltiples historias que a diario pasan por el tamiz de la vida y que se pierden raudas en el silencio del tiempo.

  • Jose Eduardo Mora 
  • Forja
England
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