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Histeria

Filmes como el que recomendamos nos gustan más que lo que su calidad sugiere. Pese al tono ligero y a ciertos desequilibrios, esta comedia romántica la gozamos junto al público de forma amplia y espontánea, sin dejar de celebrar sus certeras críticas.

Filmes como el que recomendamos nos gustan más que lo que su calidad sugiere. Pese al tono ligero y a ciertos desequilibrios, esta comedia romántica la gozamos junto al público de forma amplia y espontánea, sin dejar de celebrar sus certeras críticas.
Su realizadora, Tanya Wexler, nació en Chicago y vive en Nueva York. Luego de dos filmes de bajo presupuesto, se apartó del cine una década para atender a su familia (esposa y cuatro hijos). Vuelve con esta más ambiciosa y subversiva historia, que curiosamente es muy británica. Su esmerada descripción de la Inglaterra de fines del XIX es un deleite, repleto de referencias culturales. En ese mundo victoriano de puritanismo obtuso, el filme, juguetón y sarcástico, revela una increíble paradoja. Lo hace con buen humor que roza lo vulgar sin caer en ello, y se burla de la ignorancia y la mojigatería. Deberíamos recetárselo, digo yo, a esos mandamases religiosos que aquí se oponen a la educación sexual…
Con la medicina y la sicología en pañales, en aquella época de basura arrojada a la calle por las ventanas, aún se diagnosticaba como histéricas a las mujeres que sufrían de casi cualquier síntoma (o que se salían del molde de género). Fue hasta 1952 cuando se eliminó oficialmente el concepto. ¡Sí! Aunque usted no lo crea. Y la solución en aquellos tiempos de complicados vestidos y atildados personajes con zapatos llenos de boñiga era provocarles “paroxismos” en la vulva mediante la manipulación del médico (tras una discreta cortina). Era tan arraigada la idea de que sin pene y sin procreación no había sexo (y presumo, que el placer no era asunto de mujeres, sino de hombres sobre estas), que esas masturbaciones, que ahora nos parecerán escandalosas, eran remedio constante para riadas de respetables mujeres.
Este es un típico relato con el joven médico tímido, pero voluntarioso e idealista que lidia con los señorones reaccionarios, bajo cuya égida llega a trabajar de onanista. Y, claro, debe optar sentimentalmente entre la hija correcta del patriarca (por demás inteligente y bondadosa) y la hija rebelde, metida a salvar a los miserables, cuyo discurso feminista alienta, aunque es tan enérgico que para la época tiende a parecer forzado. La película se fortalece con sabrosas interpretaciones, gracias a un casting idóneo. La presencia y el manejo corporal son convincentes y agradables.
La película cuenta cómo, del trabajo manual, a fin de cuentas agotador, gracias a la aplicación del invento de un excéntrico millonario protector del joven, se llega al vibrador (ahora se dice consolador), un aparatito que cumple con la misma función y cuyo invento es el eje de esta versión no muy rigurosa.
Sin embargo, lo principal es cómo la película, que me hizo reír a raudales, lanza puyas una y otra vez a costumbres y visiones marcadas por la estrechez mental. Y el asunto se las trae, porque esa ignorancia e intolerancia siguen vigentes. Baste recordar las brutalidades que sostenían los precandidatos republicanos en la última campaña (Romney, el más sensato, cargó con ese fardo de imbecilidad reaccionaria, dichosamente sepultado en las urnas).
La reapertura del Cine Magaly, que la exhibe, ha sido un maravilloso acierto. Es una delicia ver películas allí, con su gran pantalla y como nos acostumbramos desde niños. Y ciertamente han ofrecido una cartelera interesante y atractiva.

  • Gabriel González Vega 
  • Cultura
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