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La división de poderes es uno de los pilares del sistema republicano de gobierno elegido por nuestra Constitución Política y es una manifestación del gobierno mixto en la tipología clásica de las formas de gobierno. Más allá de consideraciones históricas o filosóficas, lo que subyace en el fondo de ambos principios es la diversa naturaleza y la mutua desconfianza entre el demos y las élites gobernantes, buscando obtener un equilibrio de las fuerzas presentes en la sociedad: que el príncipe no pueda actuar de modo omnipotente en perjuicio de las mayorías, y que estas no puedan decidir el destino de todos -incluidos el príncipe y los suyos-.
El tipo de gobierno asumido en la Constitución Política es por tanto una toma de posición por parte de los Constituyentes: no a un gobierno en que primen exclusivamente los intereses de los pocos o los de los muchos, sí a un gobierno de equilibrios entre los pocos y los muchos. De estas reglas del juego se derivan ciertas lógicas, siendo una de ellas el principio de la división de poderes: el de los muchos, representado “formalmente” en el Parlamento, y el de los pocos en el Poder Ejecutivo. El mecanismo y garantía del balance reside en un tercer elemento: el Poder Judicial, que para cumplir ese importante objetivo, debe guardar independencia tanto de los pocos como de los muchos y resolver las disputas entre los intereses contrapuestos de estos apegado únicamente a la ley. La relación entre los elementos de esta estructura tripartita es dialéctica; lo que hace que el balance del sistema de gobierno esté permanentemente sujeto a presiones. El exceso de cualquiera de los elementos de la estructura resulta en una invasión en el espacio de poder de los otros, genera un desequilibrio y produce el desplazamiento de una forma de gobierno a otra diferente, aunque formalmente el nuevo tipo conserve el nombre del anterior.
Durante los últimos años las élites que nos gobiernan vienen insistiendo en que padecemos una crisis de gobernabilidad, argumentando la existencia de ataduras y obstáculos para administrar el Estado. Si bien es cierto la “ingobernabilidad” es un concepto polisémico, es posible definirlo negativamente, es decir, por vía de lo que este no es: el funcionamiento apropiado de la división de poderes y de frenos y contrapesos que forman parte de nuestro régimen republicano, NO puede ser considerado como evidencia de ingobernabilidad. El funcionamiento correcto de un tipo de gobierno no puede ser considerado una “disfunción” de este, pues esto constituiría una contradicción elemental. Este argumento utilizado por las élites revela la intención de subvertir el sistema democrático mismo, al negarlo y degradarlo al nivel de obstáculo para su propio funcionamiento. Esa argumentación nos llevaría a la conclusión de que la causa de la “ingobernabilidad” está constituida por la democracia, a la que habría que eliminar para volver al país “gobernable”.
La apelación reiterada de las élites a la existencia de una crisis de ingobernabilidad esconde su verdadero propósito de subvertir el orden democrático y republicano. Hay evidencia, pero me limito a citar alguna: lograron que la Sala Constitucional aprobara una reelección presidencial invadiendo potestades legislativas, cooptaron, neutralizaron y controlaron en el proceso a los órganos de freno y contrapeso contemplados en la Constitución Política, invaden campus universitarios, aprueban una ley mordaza, reprimen con violencia a ciudadanos que defienden la seguridad social y envían una señal a la administración de justicia respecto de su necesaria obediencia y sumisión, impidiendo la reelección de un magistrado. Estas son acciones que rompen el equilibrio del sistema de gobierno que nos rige, dirigidas a subvertirlo, desplazándolo de un gobierno democrático a uno autoritario y represivo.
La evidencia está a la vista para ser contemplada, sus actores también. Costa Rica vive hoy la mayor amenaza contra su régimen democrático, ejecutado por las élites que nos vienen gobernando durante los últimos treinta años (PLN/PUSC/ML), al que se suman unos partidos políticos que en realidad constituyen mercaderes de la fe y la política. Los ciudadanos debemos concertar una fuerza política que los derrote. Si no lo hacemos, perderemos nuestro sistema democrático republicano y con él, toda posibilidad de recuperar un modelo de desarrollo que asegure el bienestar a las mayorías.
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