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Protesta de policías: Y ahora, ¿quién podrá reprimirnos?

El pasado lunes, miembros de los diferentes cuerpos de policía marcharon hacia la Asamblea Legislativa para reclamar por sus derechos. Insistieron en que trabajan por salarios de hambre.

El pasado lunes, miembros de los diferentes cuerpos de policía marcharon hacia la Asamblea Legislativa para reclamar por sus derechos. Insistieron en que trabajan por salarios de hambre.
Minutos antes de rodar por el suelo, Yolanda Umaña estaba plantada a los pies del poyo del Parque Central que servía de improvisada tribuna a los manifestantes. Con intenciones más etílicas que ideológicas, la mujer estaba decidida a que la dejaran usar el micrófono, pero su voz de aliento se evaporaba en las narices de Albino Vargas. “Quiero saber por qué, por qué… la policía nos quita los cartones cuando estamos durmiendo”, preguntaba con trágica claridad, antes de perderse en los recovecos de un español mezclado por expertos.
En ese mismo momento, el secretario general  de la Asociación Nacional de Empleados Públicos y Privados (ANEP) iniciaba su arenga ante la pequeña multitud. “Hablar de una manifestación de policías es radicalmente distinto a hablar de una manifestación de maestros”, decía. “Estamos aquí, clamando por justicia salarial, justicia social y justicia laboral. Los policías también son trabajadores y servidores públicos”.

Eran pasadas las 10 am y el sol empezaba a derretir los objetos de adentro hacia afuera. Las demandas de Yolanda Umaña continuaban firmes en su monólogo, aunque empuñaba unas muecas políticamente indescifrables. Miembros y representantes de la Fuerza Pública y la policía turística, penitenciaria y migratoria seguían congregándose en el Parque Central, ondeando banderas de ANEP y alistándose para marchar rumbo a la Asamblea Legislativa con su pliego de peticiones bajo el brazo.
Para desgracia de la revoltosa, en ese momento lo único que amenazaba la paz de la protesta eran sus excesos y, ya que las fuerzas del orden estaban todas a la par suya, estos fueron rápidamente sofocados con algo parecido a la maniobra de Heimlich, previa activación de canales telepáticos entre los pocos policías uniformados que estaban presentes. Desde el suelo llegó la noticia. “Yo también soy policía”, exclamó la mujer, que después del sopapo recuperó algo de la sobriedad perdida: “Soy policía porque todavía no me han dado de baja… Soy policía… Pero pregúntele a Johnny Araya por qué nos quita los cartones”, insistió.
En ese momento, un señor que también estaba exhortando a los manifestantes, confirmó las palabras de Umaña. “Yolandita pertenecía a la policía de Coronado. Ahora es una expolicía en estado de indigencia. Ella es víctima de las injusticias que estamos reclamando”, explicó el oficial Javier González, de la delegación de Pavas.
Los organizadores de la marcha insistían en que cada uno de los presentes representaba a muchos otros policías, que no habían asistido a la manifestación por encontrarse cumpliendo con las indelegables tareas de protección ciudadana. “Ustedes llevan el reclamo y la frustración pero también las esperanzas de todos y todas las que no pudieron venir”, declamaba Vargas.
Las fotos recortadas de al menos 15 policías fallecidos en el cumplimiento del deber observaban desde una manta desplegada cerca del orador de turno. Efectivamente, decenas de familiares y oficiales habían tomado su día libre para protestar, y por eso lo hacían de civil, sin uniformes ni garrotes.
Más adelante, en Cuesta de Moras, el dirigente de ANEP citaría viejas declaraciones de Walter Navarro, viceministro de Seguridad. “El policía tiene derecho a protestar en su tiempo libre”, recordó Vargas, dejando en el aire una frase no dicha, pero evidente: “Siempre y cuando utilice su tiempo laboral para impedírselo a los demás”.
Siguiendo el protocolo universal de las protestas gremiales, distintos oradores pasaron por lo alto del poyo, embistiendo a la audiencia con breves y acalorados discursos y testimonios pero sobre todo enfatizando la naturaleza de su reclamo. Desde el policía-corredor Gerardo Mora, a quien aún le temblaban las piernas cuando dio su mensaje, pues venía caminando desde Puntarenas, hasta el veterano Mayor Héctor Miranda Calderón, hoy policía voluntario y con más de 65 años de servicio, a quien no le faltó el aire para reclamarle al Gobierno por los ¢100 mil que recibe de pensión. Incluso la voz del diputado José María Villalta, del partido Frente Amplio, vibró en aquel estrado.
En las exigencias hubo consenso: modificar la ley para así desligar el aumento de los funcionarios públicos al de los médicos –para evitar excusas jurídicas que impidan mejoras salariales–, tramitar su ley de pensiones, respetar las jornadas de 8 horas, profesionalizar su labor, mejorar el trato, impedir la persecución por protestar…
“Los policías son muy valientes para reprimir delincuentes pero no para defender sus derechos”, clamó Javier González. “No es posible que el policía proteja los bienes y las familias de los demás, y él no tenga ni casa propia y su familia esté desintegrada porque no le dedica el tiempo necesario. No es posible que un policía no tenga un salario acorde al valor de su vida…”, agregó, tras precisar que la suma ronda los ¢260 mil al mes.
La revelación artística de la jornada fue Walter Quesada, secretario general adjunto de ANEP, pues no dejó de improvisar ingeniosas “bombas”: “Estamos aquí protestando desde hace bastante rato… también protestamos contra los jefes, que nos dan muy mal trato”.
¿QUIÉN CUIDA AL HIJO DE LAURA?
Antes de tomar la avenida Segunda, aún hubo tiempo para dos gestos de civismo clásico: elevar una oración cristiana y mascullar el Himno Nacional.  La marcha salió con poco más de 100 manifestantes y, quizá de camino fue ganando adeptos, pues al llegar a la Asamblea Legislativa el número se había duplicado. Empujadas por la tumbacocos, las consignas rodaban hacia el Este: “Estamos cansados de ser tan mal pagados.” “Aumento de salario es justo y necesario”. “Doña Laura, ¿cuánto vale la vida de su hijo?” “¿Quién los va a defender cuando aumente el malestar de los policías?”. “En campaña se prometieron ¢57 mil millones para seguridad ciudadana… ¿dónde está esa plata?”.
La sensación de desconcierto asaltaba la expresión de los transeúntes. “¿Quiénes protestan?”, se preguntaban a sí mismas dos desconcertadas señoras. Sin embargo, el clima de ambigüedad tuvo uno de sus momentos simbólicos cuando, al paso de la muchedumbre policial, las puertas del Ministerio de Hacienda se cerraron a toda velocidad.
Los altoparlantes gritaban con la voz de Mainor Anchía, sindicalista de la Fuerza Pública. “Llegó la hora de que no se nos use más como la muralla que contiene el malestar del pueblo, cuando nosotros también somos pueblo”. Claro que algunas de las consignas eran más legibles que otras. “Hoy nace una nueva hegemonía en la Fuerza Pública…”
UNA CITA CON LOS EMPLEADOS
Una vez frente a la Asamblea, fugaces oradores continuaron con la dinámica de exhortar al grupo, algunos de ellos cada vez más persuadidos de la complejidad de la situación.
“A veces hemos denunciado abusos de las Fuerzas Policiales, pero eso es responsabilidad de los jerarcas que les dan las órdenes de garrotear al pueblo. Que quede muy claro: los policías deberían tener los mejores salarios del sector público”, sentenció Villalta. “Cuando se trata de atender las demandas del pueblo, el Gobierno siempre dice que no hay plata pero recuerden que la Ley del Impuesto a las Personas Jurídicas y la Ley del impuesto a los Casinos inyectaron recursos frescos para seguridad”.
Villalta, la diputada Carmen Muñoz, del Partido Acción Ciudadana (PAC) y un representante del diputado independiente Luis Fishman fueron los únicos miembros del poder legislativo en asomar la nariz fuera del Parlamento para recoger las peticiones de los policías.
“Esta es su casa. Nosotros somos sus empleados porque ustedes pagan nuestros salarios”, expresó Muñoz. “Aunque alguna vez nos hemos visto en aceras contrarias, estamos con ustedes. Cuenten con el apoyo de la fracción del PAC”.
Gritos, aplausos y un olor a manifestante asoleado iban cerrando la protesta, que ya empezaba a ser invadida por vendedores de cajeta. Albino Vargas cerró con estas palabras su última intervención de la mañana, tras otra oración de despedida, un minuto de silencio por los policías caídos y el himno de la Fuerza Pública: “El camino de la lucha policial lo abrió la Policía Penitenciaria. Esto está empezando. Que nadie crea que esto fue una marchita folclórica. No señor”.

  • María Montero ([email protected])
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