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La preocupación por el rescate de la dignidad del género femenino es totalmente válida. No obstante, esta pretensión no tardó en conformarse dentro de un maniqueísmo (similar al de la Nueva Historia), donde lo femenino es bueno, pasivo, veraz, confiable, etc.; mientras, lo masculino es malo, agresivo, falaz, poco o nada confiable, etc. Así, nacer con pene se ha hecho una desgracia. Totalmente substancializado el hombre es reducido a casi un desecho necesario para la reproducción, al mejor estilo de la propuesta de Cixous o del feminismo macayiano.
Es tal la cuestión, que las hembristas (alejadas de los fines del feminismo) plantean la cuestión de género como una lucha campal, que, sin embargo, mantiene mitos alrededor del ser madre, mujer o sus derivaciones. Para el hembrismo, el ser mujer es la encarnación de un ser metafísico pleno de bondadosas facultades. A tales hembristas les es imposible reconocer que hay malas personas que son mujeres; el mal es, para ellas, una actitud enteramente masculina. Para tales hembristas, la agresión pasiva de algunas mujeres no es tan nociva como aquella activa del hombre, que deja las marcas moradas en el rostro de alguna de ellas.
El hembrismo culpa al hombre del embarazo en adolescentes, pero olvida la madre que incita a su hija a buscar un buen postor, con buen carro. El hembrismo escamotea el caso de un pobre maestro que sucumbe al chisme mal intencionado de un grupo de encantadoras damiselas y sus retoños, enviándolo a una pesadilla carcelaria.
Las hembristas no quieren saber de aquellas mujeres que, en cínicos actos de venganza, usan sus prolongaciones (tan inocentes como ellas mismas) para acometer contra la dignidad y la vida de un hombre, pero sí exigen el pago de pensiones abusivas, acompañadas de nulos derechos paternales.
Las hembristas salen a la defensa (sin saber todos los hechos) de la joven que se va de fiesta y luego inventa un secuestro, alegando que la culpa no es de tal muchacha, sino del sistema machista. Las hembristas olvidan, a veces con abierta mala fe, que (usando los términos de Chomsky) la competencia sistémica es machista, pero la actuación de tal descansa en la mujer.
Las hembristas no escuchan a la presentadora de televisión que descaradamente empuja a las jóvenes a buscar hombres machistas, porque estos son, según ella, más “interesantes”.
El hembrismo quita toda responsabilidad a la mujer sobre sus actos (la mala fe sartriana, en toda su amplitud) y la excusa de todo en nombre de un sistema machista, donde ella es el principal agente de reproducción. El hembrismo es la ausencia fálica expresada como frustración y resentimiento.
Pero, esto sería llevable si no fuese porque este hembrismo toma consistencia en el ámbito legal-procesal, donde el discurso femenino, la prueba oral, se magnifica sobre todo, incluso sobre inconsistencias dadas por la prueba material. Un ejemplo, un hombre es acusado por su hija de crianza por supuestos abusos sexuales en determinada fecha. El hombre probó que en la fecha indicada él no estaba en el país. Incluso así, una psicóloga dijo, ante un tribunal, que (en un acto totalmente transferencial) la adolescente no estaba mintiendo. El hombre cumple hoy ocho años de cárcel, aunque la joven después arrepentida se desdijera en el ámbito privado.
El hembrismo nos ha llevado a un punto donde la palabra de la mujer (y sus retoños, que comparten repito su esencia llena de pureza) vale de manera absoluta, más que la del hombre. El odio inconsciente por el síndrome del novio canadiense (y todo lo que esto implica) ha devorado gran parte de la poca racionalidad de nuestro sistema jurídico, cuando en realidad lo que busca el hembrismo es, como decía Badiou, la implementación de la libertad sexual, que en la nomocracia posmoderna “es el paradigma de toda libertad”.
El hembrismo al buscar una libertad sexual vaciada de culpa, ha culpado al hombre de su propia castración.
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