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Acabo de adquirir el polémico libro de don Claudio Gutiérrez Carranza, Ensayos sobre un nuevo humanismo (2006), en cuya página 4 el distinguido ex-Rector de la Universidad de Costa Rica afirma: “Durante los primeros cuarenta y cuatro años de mi vida fui muy religioso y, en cuanto filósofo, me interesaron mucho los argumentos para probar la existencia de Dios”.
Esa frase me recordó que don Rodrigo Facio Brenes −epónimo de la misma institución− casualmente vivió cuarenta y cuatro años; entonces, se me ocurrió enfrentar algunas preguntas sueltas sobre las características que tienen esos personajes y las contribuciones que hicieron al pensamiento.
Don Claudio se declara atenido a “lo real” y contrario al “esencialismo platónico”. Pero, al fin y al cabo se enamora de sus propias computaciones como un Platón que confundiera las sombras de su caverna con “la realidad” y piensa que su pensar es “la realidad total” o apunta a ella; no advierte que esa totalidad es inconmensurable e incognoscible. Irónicamente, su discurso no es “realista” como en Bunge y Penrose, a quienes parece desechar, o en Einstein, a quien recurre ambiguamente, acercándose a Hawking, por cuya versión del principio antrópico aboga.
Digo que, mientras Platón sabía que las sombras de su cueva eran sombras, don Claudio Gutiérrez parece no saberlo; mientras Platón sabría que las computadoras son del ámbito de la tecnología, don Claudio Gutiérrez las ubica en el reino de la ciencia. En síntesis: pone a la ciencia a danzar alrededor de la tecnología o con ella, como los israelitas y el becerro de oro, cuando Moisés los dejó, transitoriamente, para subir al Monte Sinaí.
Por lo contrario, don Rodrigo fue constructor platónico y transformador aristotélico, sin marcar límites, ni siquiera horizontes. No existían máquinas computadoras en sus tiempos; pero habiéndolas, no creo que las hubiera confundido con Dios o dioses. Tampoco hubiera calificado o tomado a Marvin Minsky (cofundador del Laboratorio de Inteligencia Artificial, MIT) como su ídolo, ni siquiera un sumo sacerdote. Él, don Rodrigo, computaba la sociedad en su propia carne, sus propios huesos y su propia alma. Entendiendo, como William Quine, que “en ciencia todo es cuestionable, todo es susceptible de discusión”, me parece que no fijaba límites a su intelecto, su inteligencia se interrogaba a sí misma y sus preguntas no tenían fin.
Apenas empiezo. Continuaré leyendo ese sorprendente libro, buscando, comparando, criticando . . .
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