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Para escribir el artículo “Las engañosas racionalizaciones” (Semanario No. 2004 de agosto de 2013), el escritor Raúl Costales quiso prescindir de la razón y echar mano a la emoción. Quizá por eso algunas de sus emotivas palabras –que no llegan a ideas por no caer en racionalizaciones− son difíciles de entender; aunque al final de su discurso no pudo escapar a su aneja naturaleza racional, lo cual le permitió elucubrar acerca de las posibilidades reales de desenmascarar el engaño intelectual y medianamente reconocer que las racionalizaciones no son malas per se, sino que su veracidad o falsedad dependen del agente o sujeto cognoscente, quien, a través del método, es capaz de relativizarlas.
De la secuencia verbal con que arranca, no queda claro si la “Filosofía” (sic –con mayúscula) es necesaria en sí, o para alguien o para nadie; o más bien si es la emoción la sometida al cartesiano escepticismo (no olvidemos: “los sentidos engañan” –han dicho los racionalistas desde Platón hasta Descartes y más acá). Duda aparte, el aparentemente sensualista Costales no duda de la inmediatez de la “emoción”, aunque ésta derive “de algo más complejo” (¿instintivo o biológico, químico, mecánico, polvo?) que, para no mancharle con la detestable y peligrosa racionalización psicológica (sic), no se debe cuestionar, ya que racionalizar significa encubrir, falsificar y justificar espuriamente la realidad emocional; es decir, se oculta lo propio en función del engaño y del autoengaño.
La racionalización referida por don Raúl es sólo la mitad de la fruta del pensamiento, pues si dicho ejercicio no permite “percibir la realidad”, sino ajustarla “a las emociones de uno”, entonces topamos con la racionalidad idealista, que puede ser objetiva –si las emociones son de carácter divino− y subjetiva –si las mismas se interiorizan en “uno”−. Esto si no se cae en la fantasía del mito, que contempla la irracionalidad.
Contraria al pensamiento idealista, y su negación −la otra mitad de la fruta−, es la racionalidad materialista, la cual sostiene la posibilidad objetiva del conocimiento: aquí la realidad no sólo se percibe mediante sensaciones, sino que se refleja en el cerebro humano, estimulando en él emociones (nivel compartido con otros animales superiores) e ideas reflexivas de interpretación de dicha realidad, que pueden ser probadas en la práctica, registradas en distintos lenguajes (naturales –hasta aquí nos acompañan algunas especies de animales superiores como mamíferos y aves− y artificiales) y formuladas a través de teorías y leyes propias de la racionalidad científica, como ha sucedido con la misma actividad nerviosa superior, fenómeno demostrado por la neurofisiología a partir de los estudios sobre el carácter reflejo del comportamiento psíquico y etológico, desarrollados por los científicos rusos Séchenov y Pavlov (ss. XIX y XX) en su teoría sobre los reflejos condicionados e incondicionados.
La falsedad y el engaño intelectual –tan ilustrados en el artículo de Costales− ni son fenómenos de hoy ni propios únicamente de la filosofía. Ciertamente, en la filosofía occidental, los sofistas griegos pulieron el fraude intelectual, mismo que les proporcionaba beneficios económicos. Pero históricamente, y hasta nuestros días, el engaño gnoseológico acompaña a cierta calaña de “pensadores”, teólogos y científicos quienes, sin escrúpulos éticos, están dispuestos a vender el alma al diablo a cambio de prebendas y riqueza material.
La racionalidad filosófica nos convoca a diferenciar las racionalizaciones justas de las engañosas. Quien sólo ve engaño en la racionalización es porque aún no supera el nivel metafísico en su método de análisis y no discierne las múltiples aristas de la complejidad cognoscitiva –aquí también está ausente la otra mitad de la fruta del pensamiento: el método dialéctico de análisis de la realidad objetiva−.
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