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6 Revista Dominical. LA REPUBLICA. Domingo de abril de 1987 ¿Quién hace la política?
Por Arturo Uslar Pietri Podría decirse de la política en el mundo actual que todos intervienen en ella y que, en realidad, nadie la dirige. Esa ha sido una de las más visibles y menos estudiadas consecuencias del gran proceso de democratización que el mundo ha vivido con aceleración creciente en los dos últimos siglos.
UNCA fue la política el reino de la certidumbre, siempre tuvo un gran contenido de imprevisible, de azar, de inexplicable, en una inextricable mezcla con las intenciones y propósitos proclamados y al que los historiadores, a posteriori, se esfuerzan casi siempre deficientemente, por hallarle un sentido y una explicación más o menos coherentes.
En la larga época de los regímenes absolutos de derecho divino, todo era previsto y pautado menos los caprichos y las ocurrencias del príncipe. El tormento de los cortesanos era tratar de conocer hacia dónde podía soplar el viento de la voluntad soberana para acomodarse a ella y aprovechar sus consecuencias. Cuando se leen ciertos documentos, como las memorias de Antonio Pérez sobre sus relaciones con Felipe II, se advierte de inmediato la continua y agónica incertidumbre en que vivían aquellos aparentes privilegiados del poder. Tratar de prever, de influir, de no incurrir en el desagrado real, constituía la inagotable y diaria angustia que caracterizaba la existencia de aquellos privados que tan poderosos parecían a los demás. Esa incertidumbre debía llegar, en muchas formas, hasta eso que hoy llamamos la opinión pública, en muchas formas, hasta eso que hoy llamamos la opinión pública, pero de un modo más limitado y menos acuciante de lo que hoy experimenta el ciudadano de las modernas democracias. Walter Bagehot, el admirable analista político inglés del siglo pasado, observaba que la principal y más eficiente función que la monarquía desempeñaba en la política británica era la de hacer comprensible y simple el Gobierno para el pueblo. El rey era el jefe ejemplar, respetado y estable de una gran familia que era la nación entera. Una figura paterna que despertaba el sentimiento familiar de todos sus súbditos. El rey absoluto podía ser arbitrario y hasta injusto, pero como un padre, que encarnaba su exaltada situación la familiar relación de los hijos con el padre.
La democracia moderna, al perder estas características familiares deja al descubierto los complejos mecanismos del poder público, y ha hecho oscura y confusa la noción que de la política puede formarse el hombre común.
Alguien decía, en este sentido, que la política es lo que está pasando. Lo que está pasando es aquello en lo que todos estamos inmersos, en infinitas formas contradictorias que nadie comprende ni logra conocer enteramente. Ese múltiple, disperso y atomizado acontecer, que es la vida ordinaria de un pueblo, es el campo y el objeto de la política. La política moderna pretende interpretar, conocer y dirigir lo que está pasando, darle una expresión, un sentido y hasta una dirección más o menos definida que es como pretender darle coherencia y hasta unidad a la vida colectiva. Esto es evidentemente imposible y nunca ha ocurrido, salvo en limitados aspectos o en ocasiones de emergencia nacional en los que se forma, siempre de manera transitoria, es lo que se ha llamado la unión sagrada. Ni siquiera sobre los fines superiores de la sociedad hay acuerdo más allá de ciertas definiciones que nunca son lo suficientemente claras y obligantes para ser aceptadas y entendidas de igual manera por todos.
La manifestación más evidente de esta realidad es la existencia necesaria e inevitable de una oposición. Tampoco de una oposición, que tampoco existe como unidad efectiva, sino de infinitas oposiciones o actitudes que llegan hasta la atomización individual. Los gobiernos y las oposiciones definibles se hacen de compromisos y de aceptaciones parciales o transitorias, porque en el fondo de cada ciudadano de cualquier país lo que hay es aquel vago y poderoso impulso que Ganivet definía sarcásticamente como el deseo in confeso de disfrutar de una carta formal individual que dijera a España, este español tiene el derecho de hacer lo que le dé la gana.
Por eso mismo, el esfuerzo cotidiano de los analistas políticos es tan necesario como frustrante. Tratan de hallarle sentido a lo que nunca ha sido claro y de conocer las ideas y la actitud de un ente tan abstracto e imprevisible como esa inasible cosa que llamamos la opinión pública, que además, si existe, es por naturaleza continuamente cambiante. Qué es lo que pasa hoy, por ejemplo, en la Unión Soviética o en China? Las desconcertantes y audaces novedades que han introducido hombres como Gorbachov o Den Xiaoping en la Unión Soviética y en la China Popular, respectivamente, han puesto a los analistas políticos en la más reveladora situación de perplejidad y confusion. Nadie logra explicar lo que está pasando en esas inmensas sociedades políticas ni hacia dónde y hasta qué punto se dirigen las reformas espectaculares que estos dirigentes, si es que son ellos solos, han iniciado de manera tan sorprendente.
Ni aún siquiera en situaciones políticas mucho más abiertas como la de los Estados Unidos después del Irangate, o la de Francia desde la difícil cohabitación hay manera de saber, con algún grado aceptable de certidumbre, qué es lo que está pasando y qué va a resultar de ello.
Desde luego, porque son acontecimientos en los que en alguna forma todos estamos involucrados y que nadie dirige finalmente, lo que constituye el mal y el atractivo supremo de ese oscuro e irracional fenómeno que llamamos la política.
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