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pacio, enviando de paso los mortales su luz triste y melancólica. Ellas también me envían un rayo de luz por la ventanilla y lo interpreto como un llanamiento divino. Sí, yo iré, la campana me lo acaba de anunciar. Iré, pero dejo en el mundo an pedazo de mi alma; dejo mi pobre y desventurada familia, y no hay desgracia más grande para un padre que dejar a los suyos sin un porvenir que le sonría, sin un pan con que poder contar para el día siguiente.
La sociedad por lo menos debía encargarse de los huérfanos del pobre ajusticiado, que no deja por herencia más que lágrimas y el espantoso recuerdo del cadalso.
La sociedad me priva de la vida cuando acaso, andando el tiempo, hubiera podido ser útil mi patria, por que el hombre al fin, con un poco de reflexión tiene que obedecer sus buenos instintos. Pero por corregirme me hace cadáver, por castigarme deja sin pan una numerosa familia que no contaba más que con mi apoyo, y por hacer escarmientos, proporciona al público un rato de distracción con el patibulo.
Yo comparo mi muerte, que me causa una profunda sensación, con la de aquellos que poseídos de un sentimiento muy fuerte caen millares en el combate sin que ese espectáculo infunda cobardía los demás.
En el campo de batalla se familiariza el hombre con la muerte, por que no tiene tiempo para pensar en ella. Qué culpa tiene el desgraciado que muere en el patíbulo, por que no ha habido un lugar seguro donde guardarlo? Pero no es tiempo de investigar ya la injusticia con que se procede; yo moriré irremediablemente con razón sin ella; pero si los legisladores pudieran por un momento hacerse cargo de los horrorosos sufrimientos de un condenado, en el acto escucharían la voz de la razón y borrarían de los códigos esa pena terrible.
Por fortuna ha llegado para nosotros una época mejor. Ya no existe el suplicio de la cruz, ya no el desgarramiento de carnes, ni el aceite hirviendo, ni la horca, ni otros muchos suplicios, en que se hacía padecer, los pobres condenados, atroces tormentos. Oh! Ya parece que oigo los clamores de los condenados de otros tiempos. Ya parece que veo arder en inmensa muchedumbre la camisa azufrada del condenado a la hoguera y perderse su fisonomía en medio del humo, y sus lamentos con el estallido de la lama.
Ya creo oír la horripilante sentencia de Ravaillac, en que se mandaba sate.
nacear en el pecho, brazos, muslos y pantorrillas; tener la mano derecha quemada con azufre y que se le echase plomo derretido, aceite hirviendo, pez, cera y azufre también derretidos sobre las partes atenaceadas; hecho esto se le tiraría por cuatro caballos, sus miembros se arrojarían al fuego y sus cenizas al aire No puedo concluir; este recuerdo me produce un efecto espantoso. Quiero recordar mejor los suplicios sin tormento, y de pronto me asalta la imaginación la lúgubre escena de Wittehall, en que al golpe de pecho de un desconocido, cae anegada en su sangre la cabeza de un Estuardo. Su ademán era tranquilo, su actitud resuelta y murió con la serenidad de un filósofo. Apareció la guillotina, como redentora del dolor, destruir de un solo golpe la vida de un hombre. Es, dice Guillotín, cuestión de un momento, y no se siente más que un poco de frío en el cuello; después todo ha acabado. Yo no me conformo con esto. El rostro de Carlota Corday dió muestras de cólera algunos minutos después de haber sido guillotinada; y al querer pinchar con un alfiler los ojos de otro ajusticiado, éste los cerraba en el acto. Pero el hecho es que se quita la vida del hombre en más o menos tiempo, y con la multiplicación de las ejecuciones el poder público no ha hecho más que acostumbrar los pueblos espectáculos de muerte, cerrando su corazón todo instinto generoso. Mas estas son di sertaciones por demás inútiles; dentro de poco mi cerebro no será más que 104
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