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tro a tonai batal pequu suelo rienti bello la bo él cor vida, esper vida purez palab suspi sejos dulzu Las mujeres boloñesas son todas hermosas, visten con sencillez muy rebuscada; sus vestidos copian los contornos de sus cuerpos soberbios dejando adivinar los encantos con que han sido dotadas.
En ese jardín pude notar una costumbre que me ha obligado pensar mucho y que, por desgracia, se halla muy extendida en esta ciudad. Todo matrimonio se cree en el deber de dedicar una gran parte de sus economías al mantenimiento de nodrizas para sus hijos.
No basta las madres italianas el hermoso ejemplo que les da su simpática reina Elena quien alimenta sus hijos sin pensar en el ayudo que pueden prestarle, en tan delicada misión, el sin fin de nodrizas que existen en Italia.
No piensa la reina en tantas cosas que obligan las señoras abandonar los pedazos de sus entrañas en manos de mujeres desconocidas cuyos antecedentes nadie conoce y cuyos sentimientos sería difícil precisar, El deber de la maternidad que tanta nobleza implica es, para las esposas de esta y otras ciudades de Italia uno de los sufrimientos mayores que se pueden imponer las encantadoras señoras que necesitan su tiempo para otras cosas más importantes: asistir a las carreras de caballos, visitar los innumerables santuarios esnarcidos por las bellas regiones de la península, aprender el último baile importado de París, de Londres de New York.
Las madres, aquellas madres que la historia personifica en Cornelia, son muy raras ahora; el dar de mamar al niño es una gran fatiga de consecuencias muy importantes para quienes piensan en la belleza de sus contornos adorables y en el encanto de los pechos no tocados por las inocentes bocas de los hijos.
Se sacrifica a la belleza plástica el deber materno; tal sacrificio, que primera vista parece insignificante, más tarde tiene consecuencias dolorosas en las cuales ninguna de esas mujeres ha sabido pensar.
El hijo que no ha visto a su lado aquella mujer solícita que dirige cariñosa el primer paso, que repite entusiasmada la primera palabra, que sonríe con orgullo al ver la primera sonrisa, más tarde, cuando por circunstancias inesperadas se vea separado de la casa paterna, no llevará en su mente otra imagen que la de una campesina hermosa que fué su guía y que supo darle, con la gota de leche de sus entrañas, muchos de sus sentimientos. Es ella quien, reemplazando la madre indolente, lia sabido sufrir con alegría los caprichos del niño dándole el alimento sin pensar siquiera en que sus encantos se van marchitando, cosa de mucho interés para las señoras que, viviendo eu un país donde en todo se ve la pureza de las líneas y la suavidad de los matices, no pueden resignarse perder sus colores y deformar el cuerpecito cimbreante que les agrada ostentar.
El hijo se puede decir que no tiene madre, del brazo de la nodriza pasa al del maestro que lo guía a través del jardín encantador de la ciencia despertando en él el ansia de saber y por fin, el mundo con sus mil manos lo atrae para llevarlo con sus consejos, con su severidad, con sus engaños con su adulación, la cumbre al abismo.
de un llegar y átr agua de su bién das.
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