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11 dad. pesar de su profunda agitación, detuvo el paso para contemplar aquel manto negro, aquel ser tan extraño circundado de una atmósfera de misterio y de severa grandeza que sin darse cuenta la atraía.
Se acercó más, y con voz tímida y suplicante que contrastaba con su tono imperioso del día anterior, le dijo. Extranjero, dignaos responder mis preguntas. Quiero saber el secreto de esa serenidad, de ese poder de que tanto alardeais. Quién sois? De dónde venís. Para instruirte en la divina ciencia que profeso, replicó el extranjero, es preciso tener virtudes de que careces. Sigue, niña, sonriendo en medio de flores y de perfumes. Sigue cubriéndote de telas preciosas cuyo precio bastaría para hacer vivir tanto desgraciado. pártate de mi camino porque mi tiempo es limitado, mi tarea ruda y constante.
Soy el amigo de los desgraciados. Me desvelo por buscar bálsamos para todas las heridas, remedios para todos los males. Cómo podrás tú comprender las gratas fruiciones de mi espíritu cuando no ves la miseria de tu pueblo. Vuelve tu palacio de mármoles, de pórfidos y nácares, húndete en tus frívolos placeres, mientras que tus piés las pobres gentes que aman, que trabajan y sufren al peso de la miseria, consunidos por las humillaciones, a byectos al golpe del dolor, deshojan inconscientes todas las flores de su alma inmortal, que no alienta en tí, porque no la sientes. pero alejaos, porque pierdo instantes preciosos que no son míos.
Una palabra, titubeó Hilda, compadeceos de mi turbación. No sé lo que pasa en mí; el acento de vuestra voz me anonada, una tristeza infinita invade mi espíritu. El sol parece que me niega su calor y su luz; la brisa como que me trae un hálito de muerte. No sé de mí. Qué hacer para recuperar la tranquilidad que he perdido? Puesto que sois el amigo de los que sufren, no me abandoneis.
El extranjero hizo un lado su libro de memorias, en el cual ya liabía empezado hacer signos, y con tono impaciente le dijo. Si no te dominara esa vida de frivolidades, si no te preocuparas tanto por tí misma, estarías tranquila. Si no oprimieras tu talle en un molde de avispa que rompe la armonía de tus formas; si no mutilaras tus pies en estrechos borceguíes de altos tacones que te hacen dar pasos de ánade cansado, serías menos nerviosa. Pero, no, yo no he venido al mundo para cavilar sobre tus miserias de muñeca cuando me necesitan tantos desgraciados que agonizan en la miseria y en la desesperación que provocan los poderosos.
La aurora del siguiente día sorprendió Hilda sobre la terraza de su palacio abrumada por un cúmulo de siniestros pensamientos; pero todavía en su amor propio la atormenta ba más la dureza con que había sido tratada por un desconocido mortal, y ébria de despecho desgarraba sus vestidos y lloraba amargamente.
Osar el atrevido mofarse de sus tocados y llevar al ridículo hasta su manera de andar! Esto la hería en lo más vivo de su vanidad de mujer, y más aún que los reproches encaminados conseguir sus demás frivolidades.
Pero un deseo, también vehemente, la obsesionaba: el de contemplar nuevamente al misterioso extranjero que tanto la había ultrajado.
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