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ti e e 1 Con la presidencia de Carnot, se inicia la época actual que Loubet continúa gloriosamente. El nieto del ilustre «organizador de la victoria, organizó también una victoria nacional haciendo ver al mundo que la Francia republicana pensaba en trabajar y no en conquistar. El fué quien, en 1889, abrió las puertas de la Exposisión los representantes de Europa. Reyes y principes le visitaron. Este hombre dice Medina era dechado de rectitud. Su carácter frío en apariencia, escondía un alma ávida de justicia. La palabra frialdad, que el Doctor Medina pronuncia, es lo que mejor caracteriza Carnot. Los caricaturistas le representaban como un muñeco de madera. Su frac fué el más correcto y el más invariable de Europa. Su elocuencia se parecía a su frac. la suerte, irónica ciega, quiso que este hombre, que parecía hecho para todo menos para las tragedias, muriera como un personaje de epopeya. Hoy, en el lugar en que cayó víctima de una locura sanguinaria, se alza su imagen de bronce, fría y correcta, no como la de una víctima, sino como la de un parlamentario que piensa en vivir, en trabajar, no en morir.
Casimir Perier, que reemplazó Carnot, no hizo sino pasar por el Elíseo. El señor Medina conserva del rápido pasaje de este hombre por el poder un recuerdo muy intenso. Aquella figura orgullosa, era, según parece, muy simpática los diplomáticos. Su renuncia dice no sorprendió a nadie. En los círculos políticos se sabía que su carácter, su modo de vivir, sus ideas, todo, en fin, lo hacían soportar sin gusto el peso del poder. De su trato. qué decir que todos no sepan? En el Elíseo, como en su casa, nadie tiene ni ha tenido mayor elegancia social. Este hombre, que algunos consideran alejado de todo, ha conservado un prestigio muy grande y una muy grande influencia. Ah, si quisiera volver a la presidencia! he aquí Félix Faure, Félix Primero, al más extraño, al más solemne, al que dió al Elíseo esplendores de regio alcázar, al que, olvidando sus orígenes plebeyos, pensó hasta en poner flores de lis en su vajilla. Este viajó con pompa igual a la del czar de Rusia. Este se creyó primo de reyes y de papas. Este llegó hacer creer que hasta era capaz de soñar en tronos, en cetros, en conquistas. Su elegancia fué legendaria.
Nadie como él para escoger corbatas y pantalones. sus levitas. sus camisas! Los periódicos satíricos le llamaban el hombre de los dos mil chalecos. Qué contraste entre Faure y Loubet! Este último es la sencillez misma, la bondad misma. Todos recuerdan la sesión del Congreso de Versalles, en que, sin quererlo, fué elegido. Los gritos de Deroulede! luego, gracias a su serenidad sublime, entre las complicaciones de las luchas dreyfusistas, se le ve pasar ganando cada día una simpatía. Lo que va de ayer hoy! Hoy todos desearían que el período presidencial se eternizara. El que entró en París entre silbidos, se irá entre aclamaciones. Es el más popular, el más querido, el más respetado, el más francés, el más charmant de los presidentes de la República vecina. Su ingenuidad es proverbial. En su pueblo todavía suele, durante las vacaciones, jugar partidas de dominó con el boticario y con el barbero. Los que viven cerca de él, lo adoran. Suave, deseoso de ser agradable, generoso, liberal, merece en verdad el nombre de «papá Loubet. que las muchachas de Montelimar le han dado entre flores y sonrisas. El Liberal de Madrid)
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