Guardar

puerta y la ventana que miraban la calle estaban abiertas, y tenían en si un aspecto de alegría viva, sensible, tal como si esas cosas indiferentes, aún más, muertas, experimentasen algún placer al rozar en ellas el aire frío que entra y las oleadas de luz que van confundirse con las palpitaciones de las sombras.
Seis mujeres, sencillas y risueñas, cada una en una máquina de coser.
Máquinas y mujeres, correspondiéndose confraternalmente en medio de las nobles delicias del trabajo.
Aquellas se movían lentamente al principio, y medida que el pie de las señoritas aumentaba la velocidad del pedal, iban produciendo ruidos sordos, violentos, ratos sonoros, con sonoridades rudas como si fuese una melodía de palancas y de poleas de hierro.
Esas organizaciones simétricas, obedientes leyes, deben tener corazón; sienten y se entretienen y se agitan con espasmo y locura cuando el pie de las mujeres se apoya con vigor sobre ellas y veces se callan y se oxidan cuando no hay la trabajadora alegre que imprima sus miembros frios y abandonados, la amable palpitación de las existencias conformes y felices.
Frente cada mujer había una vela que arrastraba su luz, no por sobre la pauta de signos misteriosos donde oculto el hombre su pensamiento y su delicadeza, sino por sobre las frentes húmedas y sobre los jéneros de seda que se iban alargando al través de la plataforma, bajo las agujas, con presteza incalculable, cual si huyeran sollozando al sentirse heridos mil y mil veces por las agujas, tenaces, hirientes, salvajes.
Las mujeres hablaban y se decían muchas vulgaridades y al terminar el trabajo no se volvían ver unas otras, juzgaban de sus propias obras reposaban la mirada en la canasta desbordante de vestidos en preparación, de retazos de distintos colores.
Pero sí se reían, cariñosamente, ante un recuerdo, una broma de buen género. Se reían y sus dentaduras blancas se descubrían en aquel cuartucho medio oscuro, como diminutos teclados de donde brotan las canciones sinceras de la vida, rica en alegrías.
La amable compañera de Morland era una mujer común, sin ningún propio distintivo, bonita, trabajadora, presumida, de lengua suelta. Eso sí, quería bien Morland. Le queria porque era un muchacho de buen parecer; porque era un estudiante y además porque Morland la quería.
Pero Morland llegó aquella noche muy pensativo, se sentó cerca de ella y parecía encantarse con el ruido continuo de las máquinas.
Qué papel estaba haciendo él allí, en medio de tanta vida: las voces de las mujeres y la bulla de las máquinas, que se agitaban incansables como nerviosas, y los géneros arrastrándose sobre las plataformas, y las canastas repletas de retaTodo aquello era vida, y él una especie de estatua, de figurín con el cual jugarían las mujeres cuando procedieran tallar los trajes. Pero vamos, ustedes están alegres. no es verdad?
Elida, una muchacha quien le encantaba decir cosas originales, respondió la primera. Si, estamos alegres porque trabajamos y porque. como no tenemos novio. qué, pues los novios entristecen. No, pero hay que hacerles triste.
Entonces se acordó de la amorosa escena del cuarto de los artistas. Aquelos jóvenes estaban alegres. qué corazón más bien puesto tendrían!
Comparó. Eran muy distintos los medios. Aquí, donde era el puro trabajo, la gente estaba satisfecha, pero esperaban al novio. Para qué? para reñir con él, para hacerle triste. Qué concepto del amor, sin delicadeza alguna, tal como su vida: tosco, grosero, hiriente. Desearían ellas que las arrastrase 1362 2os.

    Notas

    Este documento no posee notas.