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Angustia Para Páginas Nuestradas Morland caminaba lentamente en medio del oleaje montante de las sombras de la noche. Indiferente, como si una fuerza sin conciencia le tuviese su discreción, y le arrastrase por las calles silenciosas, la sombra de los edificios negros.
De pronto se detuvo.
Un vuelo de armonías pasó agitando sus alas por sobre su imaginación descuidada. Escuchó con atención y se acercó luego; estaba frente a la casa de los artistas. De allí se levantaba una emigración de cantos, para volar sobre la tempestad de la noche, siempre creciente, cada vez más terrible.
Era una sensible melodía, de compases despaciosos, escrita por algún autor alemán, o sueco ruso, en las llanuras blancas donde los pueblos escriben con su sangre, rbia y enloquecida, las amarguras de sus existencias esclavas.
Impresionable aquel avanzar de sonoridades sobre la tormenta de la noche.
Semejaba la viva expresión de un pueblo en marcha, a través de los mares, perseguido por el dolor, asediado por la ausencia de alguna cosa querida, nómada confraternidad en busca de una tierra hospitalaria, de un hogar caliente; triste emigración Por momentos parecía un grito, dos, muchos, que echaban huír, precipitados y locos, hasta confundirse a la distancia con la música robusta de los huracanes desenfrenados. veces fingian quejas de niños y era un suave murmullo de acentos el que flotaba en aquella calma tendida sobre las grandes voces de la noche. Quejas de niños y de viejos. En ocasiones todo se apagaba para dejar tan solo una nota palpitante, finísima, apenas apreciable como si el filo de una página de papel de seda se interpusiese la respiración de un niño dormido.
Más tarde, fatigosa, abrazada por el cansancio y por la angustia, se acercaba la murmuración de los violines; ténues eran sus pasos y parecia que aquella tripulación hubiese ahogado todas sus injurias al destino y esperase muda, en calma abrumadora, la aproximación de una nueva onda hinchada, con su crin de rabia y de intenciones, cada vez más cerca, más amenazante, airada implacable como la onda de Courbet.
Morland allegóse la ventana que daba al departamento de los artistas: todo lo más selecto del sentimiento estaba representado allí, en el cuarto burgués, tapizado con elegantes alfombras parisienses, iluminado con una luz roja, rica en excitación y en sensualismo. El color, la música y el cariño también, porque cuando la última nota sumerjia sus vibraciones en el silencio, la manera de la mujer en desgracia y en fatiga que se hubiese arrodillado con su hermosa cabellera suelta, para estrangular la postrera de sus lamentaciones, los artistas se miraron unos otros para regalarse mutuamente las sonrisas de un placer bien definido y justo y dos jóvenes estrecháronse sin decir ni una palabra y se besaron ambos la frente.
Morland sintió un inmenso vacío en sí y exclamó. son felices! Enseguida continuó su camino guiado por aquella música que parecía caminar delante de él, envuelta en una aureola indecisa, indeterminable, de luz roja.
Cuando llegó casa de Ramsa, su amable compañera, pareció como que despertaba de un sueño pesado, morboso, sin conciencia alguna de ello, como si sobre su cerebro hubiese caído aprisionante aquella música estraña y dulcemente roja.
Contemplo el cuadro nuevo; una visión diferente aquella que hacía un momento hubiere de apreciar. Era un cuartucho de estrechas dimensiones, la 1361
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