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En la muerte de Luis Alcides Castro Señores: Una vez más viene la muerte recordarnos con su fúnebre advertencia lo transitorio de la vida; una vez más la parca misteriosa inexorable nos muestra su guadaña, y con la eterna ironía en sus descarnadas mandíbulas, parece repetirnos su despiadada cuanto irrevocable sentencia: No olvides hombre que polvo eres y en polvo te has de convertir.
Ah. pero esta advertencia ha sido demasiado escarneciente; el tajo hecho hoy por esa tétrica guadaña no puede menos que conmover profundamnente el alma y arrancar de nuestros ojos ardientes lágrimas de sangre!
Porque, señores: cuando se han llevado a cabo los proyectos concebidos en las plácidas soñaciones de la juventud; cuando los plateados hilos de la vejez tiemblan sobre la frente, y las arrugas, emblema de la lucha, recorren la lustrosa faz, entonces, morir es lo natural; reclinarse sobre el montón de coronas que conquistó el esfuerzo en la estacada de la lucha y cerrar los ojos escuchando las plegarias y bendiciones de los hijos amados, es cumplir con una ley, es cerrar con broche de oro una serie de triunfos y colocar sobre el frío mármol de la losa, el laurel inmarcesible de los buenos. Pero, morir así, como muere Luis Alcides, en la primavera de la vida, siendo todavía una Alor esplendorosa en torno de cuyos pétalos fragantes revolotean las doradas mariposas de la ilusión; morir cuando se está en ese paraje de la existencia en que solo se han podido difundir las cumbres del ensueño, sin tener siquiera una vaga idea de los desengaños que al pie de esas mismas cumbres se arrastran como víboras, morir así es hermoso, pero también es injusto.
Sí, Luis. tu muerte ha sido muy injusta para los autores de tus días. Por que tú te vas; pero tus pobres padres no pueden irse contigo ni seguir la huella que tú dejas. Esos inconsolables seres que ya no quieren permanecer en el mundo sin tu amorosa compañía, en vano se opondrían las inexorables leyes del destino: el viaje que hoy emprendes, no es como el último que hiciste la región del Norte; hoy, como dijo Víctor Hugo de Lucrecio, te has embarcado en el ataúd y el misterio, desatando la amarra, ha empujado tu barca de sombras en el desconocido oleaje de la muerte. esos dos seres amados que te dieron el primer ósculo de vida y que con sus caricias formaron en tí el corazón noble y generoso de que siempre hiciste gala; esos dos seres venerables para los que formaste el único objeto de sus desvelos, en cambio de los cuales creyeron asegurar tus triunfos del porvenir y con esos triunfos la risueña tranquilidad de su vejez, ya no te esperarán estremecidos de júbilo, ni podrán creer que vuelvas reconstruir las ilusiones que desbarató en ellos tu inesperada muerte.
Pero tú, si existe ese Más Allá luminoso de que la religión nos habla; si el Cielo no es un mito creado por la fantasía; si el eterno descanso de las 1549
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