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mouston casa.
Duermo sobre un montón de paja seca bajo uno de los aleros de la No así, en otra época, cuando era fuerte, joven y hermoso. Entonces mi amo me agasaja ba, echábame yo sus pies aun compartía su lecho. Qué días aquellos. Mouston! Ihup! Hup! Hup! yo saltaba como un payaso por entre un aro grande que pendía de una cuerda roja.
El reía mucho, y, tirándome de las orejas, clamaba. Bien, Mouston!
Muy bien! También sonreía yo gozosamente, con la sonrisa propia de los perros, honda imperceptible. La de los hombres es muy visible, veces demasiado estrepitosa y por lo mismo no debe venirles siempre del alma. Ellos no piensan que sonreímos. Todo ha variado desde ese tiempo vagamente lejano! Ya estoy muy viejo, veo poco y apenas puedo medio roer un hueso de lo. Además la maldita sarna me ha pelado el hocico y la cola. cuán tarde comprendo que el cariño humano depende del apego a las cosas nuevas y bellas. Que frivolidad! El de nosotros es sincero y admirablemente fiel. Hoy, ayer, mañana, siempre amando quien he consagrado la plenitud de mi vida, y sin embargo, mi amo ha perdido en gracia y elegancia, En cambio yo le doy asco. Valdremos más los perros que los hombres?
Ketti. No la había olvidado ya. Los perros también somos ingratos. Qué desgracia! La conocí en el andén de una estación una vez que yo curioseaba los viajeros. Parecía ella un copo de algodón y corría alegremente detrás de su encantadora dueña. Llevaba atada en el cuello una cinta azul de donde pendían cascabeles que brillaban y sonaban mucho. Cuando la ví me paré súbitamente y levanté la mano derecha lleno de ingenua admiración. Luego me acerqué con la cortesía de un mastin bien educado que había aprendido ser sagaz y conquistador galante en casa de un hombre de mundo. Le olfatee el hocico limpio y rosado como los labios de las mujeres doncellas. y hundí el mío en su pelo crespo y perfumado, en tanto que ella me miraba de reojo, gruñía reconviniéndome dulcemente, batía su colilla agraciada y movía sus pequeñas orejas triangulares semejantes a dos pétalos de azucena. Era demasiado niña y extremadamente tímida. Pero una vez que la hube hecho las más vivas promesas de amor, apoyé mi pata izquierda contra la pared en prueba de que aceptaba las responsabilidades de su inocencia Breves momentos fueron aquéllos, porque el tren dió la señal de marcha y la dueña de Ketli alzó ésta cariñosamente en los brazos, subiendo ambas wo de los wagones. Traté también de subir, pero fui rechasado bruscamente. Corrí entonces al par de los carros, cuando éstos iban escape, viendo letti al través de una de las ventanillas del coche. Mas al fin faltáronme las fuerzas, me trepé sobre un montículo del camino y desde allí vi dolorosamente esfumarse en el horizonte esa gran máquina que se llevaba mis ensueños. Qué fué de mi amada. No la he vuelto ver nunca!
1877

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