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Por el boulevard (De Pujolá y Valles)
Para Páginas Ilustradas Es la hora del crepúsculo; los faroles aún no encendidos permiten que los árboles se destaquen sobre la luz moribunda del cielo con perfiles de estampa japonesa: las muchachas en busca de sus casas pasan bandadas que se esfuman en la penumbra dejando sólo en la retina la mancha de sus movibles siluetas. Tétricas, del otro lado de los árboles, en el bordillo de las aceras, las sombras de los pobres se arrastran y pesar del ruido, del continuo vaivén, de los gritos de los vendedores y dei trasiego de carruajes y tranvías el Boul Mich aparece silencioso, sombrío inundado en un dolor indefinido.
Bajaba del Panteón con las manos en los bolsillos, el paso lento, ni triste ni contento, ni preocupado ni indiferente, entregado a la reflexión de todas aquellas ideas indecisas que en galopante confusión atenazan el pensamiento a la hora que el sol se pone, las figuras se desdibujan, las sombras se hacen intensas y la gran constelación interrogativa del ¿Por qué? empieza titilar en el espacio. Lentamente, huroneando ora en este escaparate, ora en el otro, sin ver lo que miraba sin mirar lo que veía iba bajando la calzada. Al llegar a la plaza de la Sorbona me detuve en el borde de la acera antes de bajar. En frente el café Harcourt con su luz amarilla obscura, con sus mesillas iluminadas por pequeñas lucecitas cubiertas con pantallas de colores, con pocos concurrentes aquella lora. En el fondo la iglesia de la Sorbona, negra, entre sombras, con su reloj blanco que mira como un ojo colocado en medio de la frente: de lante del edificio el busto de Augusto Compte nunca huérfano de coronas ni de lazos: al rededor tiendas aún obscuras, pequeños establecimientos curos dueños la puerta como sosteniendo los quicios miran la calle con languidez, con aquella pereza del tendero parisién que sabe que lo ha de ser toda la vida y sólo espera el domingo para ir a clavar la caña de pescar junto al río o sembrar los planteles de coles en el jardincito de su casa de campo.
En un abrir y cerrar de ojos tuvo lugar la escena. Dos muchachotes altos, de cabeza cuadrada, de hombros cuadrados, de cuellos de aquellos que forman una línea recta con cogote y espalda; dos muchachotes mezcla de matón y de ratero, de provocativa mirada, boca despreciativa y rizo de pelo en las sienes, diez pasos de mí habían venido las manos.
Pesados, toscos, sin agilidad, se habían cogido uno a otro por las solapas de la chaqueta y alternativamente iban descargándose puñetazos con la otra mano libre, con todas sus fuerzas. Vibraban en el aire los brazos musculosos; zumbaban cayendo los puños, y cada golpe, del pecho velludo de los luchadores salía un rugido como el que sale del pecho del jornalero cuando deja caer la cara sobre la tierra. Con los rugidos, los resoplidos y los ásperos ronquidos de rabia, llegaba hasta mí el pes, tilente baho del sudor traído por las ondulaciones del aire que removían con sus violentas evoluciones. Una sensación de miseria, de cosa bes.
tial, de amargura me comprimía el espíritu.
2003

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