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No se inatarán; no se matarán decía uno de los tenderos que se había acercado al ruido que formaba la gente presenciando la lucha. No se matarán añadía eso sería demasiado bueno para la gente honrada. dirigiéndose mí, excitado por la lucha, congestionado como si él fuera quien recibía los golpes, sintiendo tal vez no ser bastante fuerte para meterse entre aquellos bravos y tomar parte en la riña, se desahogaba diciéndome. Que se maten: que se hagan pedazos! Son apaches, son ladrones, isabéis? Con ellos no hay propiedad posible. Esos os roban lo que es vuestro, lo que os pertenece, lo que ha de ser respetable para todos. No es verdad? Que se maten, que se les dé un cuchillo cada uno y que se degüellen. Son ladrones. ladrones. apaches.
Yo miré con extrañeza aquel hombre fuera de sí. pero no le contesté. Se hizo un lado siguiendo con los ojos muy abiertos los incidentes de la lucha. oíase su voz que iba repitiendo, cada vez que sonaba un golpe: Fuerte, duro, más duro: matáos, ladrones. pillos.
La lucha continuaba. Del otro lado de la calle un policía, viendo la escena, corrió hacia los combatientes. Todos pensamos «ahora los coge. pero en el camino que había de atravesar el guardián del orden, se interpuso una niña de diez doce años, vendedora de periódicos, doblegada por el peso del enorme fardo de papel que llevaba, y que hacía rato presenciaba la lucha, como atontada. dando a su cara un tinte doloroso cada golpe que sentía, demostrando piedad por los que luchaban y extrañeza por que aquellas cosas ocurrían. Instintivamente, involuntariamente quizá, acaso por repulsión instintiva hacia lo que representaba autoridad, tal vez por compasión pueril y femenina por los dos salvajes, al paso del policía la niña alargó la mano y se cogió al capote del guardia como para detenerlo. No tuvo, empero, suficiente fuerza para ello, pero sí para que dado el empuje que llevaba el policía éste se tambalease y estuviera punto de caer.
Una carcajada general resonó. Los dos combatientes aprovechando aquel momento salieron corriendo, como también la niña, dejando al policía confuso y sin saber cuál perseguir. El ridículo hizo su efecto y el agente, sin curarse de los apaches fué en seguimiento de la niña que iba plaza arriba en dirección a la iglesia.
Cerca del busto de Compte, un señor, viendo correr, sin saber por qué, trató, obedeciendo sin duda un instinto social, de ponerse delante de la niña con los brazos abiertos, como si se tratase de un caballo desbocado.
Con el empuje que llevaba la chiquilla cayeron los periódicos y un mal paso dado por el valeroso caballero le hizo caer, mientras sobre él se cernían una nube de papeles, mientras que la niña como un ratoncillo se escurría por la calle de Victor Cousin seguida del policía, y de la gente que iba trás éste.
La plaza había quedado desierta. En medio de ella un montón de periódicos y dirigiéndose hacia la acera el heróico caballero entre avergonzado y colérico cacudiéndose los pantalones.
Poco a poco, de las tiendas fueron surgiendo sombras. Primero una, dos luego, tres cuatro. Recelosas al principio, más animosas después, se fueron acercando al montón de periódicos, mirándose unas otras como para darse ánimo. Nadie se decidía, hasta que por fin un hombre, aquel mismo tendero tan excitado y furioso que pedía que se matasen 2006

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