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Agolpábase la muchedumbre al pie de la cuesta que conduce al fuerte. Impacientes, algunos murmuraban.
Al fin, allá lejos. vióse abrir la pesada puerta del fuerte.
El preso salía con los soldados en correcta formación. Empezó el descenso de la cuesta acompasadamente. El ruído del tambor, marcaba cada paso, con sonido lento, lúgubre y destemplado.
Alumbraba el imponente cuadro, un sol ardiente de verano: sus burbujas de oro liervían en el espacio y caían con reflejos metálicos sobre los fusiles. Algo como polvillo de fuego enrojecía el aire.
La comitiva seguía avanzando más cerca. Va podía verse al reo pálido, con esposas en las manos y grillos en los pies. Vacilante caminaba; su lado dos viejos sacerdotes lo exhortan con palabras de aliento.
Al llegar abajo, la multitud con respeto se abrió en dos bandas para dar paso al sentenciado, que siguió su fúnebre marcha camino del cementerio. siempre acompañado por el triste plán!. plán. del tambor. El pueblo silencioso seguía detrás.
Al llegar al camposanto, frente a él y en un pequeño espacio abierto, alzábase una enorme balanza; de los extremos de la barra, pendían dos grandes platos de metal suspendidos por fuertes cadenas.
Un poco más allá, tocando casi la muralla del cementerio, elévase un grueso tronco de árbol desprovisto de hojas y profundamente hundido en la tierra: en él debía ser maniatado el reo para ser fusilado.
Todo estaba preparado: las recias sogas y el pañuelo de seda negro con que debía cubrir los ojos al sentenciado para no ver venir la muerte. Dentro del cementerio la fosa abierta ya. lo aguardaba.
Junto la balanza. se veían pequeños sacos repletos hasta arriba y amarrados fuertemente.
Un redoble de tambor más prolongado, detuvo la comitiva y al pueblo.
Los soldados formaron cuadro, dejando en su centro la balanza y el reo.
El corneta tocó atención: hubo una pausa. Al fin el heraldo público, con voz robusta lesó lo siguiente. En nombre de la República y de la Constitución, se concede la gracia al reo de ser pesado junto con «el oro de sus bienes vendidos: si la cantidad llega igual peso que él. será absuelto por la ley y el dinero entregado a la familia de la víctima. si faltase la más mínima cantidad en oro al peso de su cuerpo, será «pasado por las armas, ejecutándose la sentencia en todas sus partes. Firmado El Presidente. En la ciudad de de mil y tantos.
Acto seguido, un cabo ordenó tomar al reo en brazos y sentarlo en uno de los platillos de la balanza.
Hubo un movimiento en la multitud, que se apiñó queriendo dominar la escena.
Los soldados cogieron al reo entre sus brazos y lo colocaron en la balanza. El, pálido, conmovido, temblo, al sentirse bajar en el fatal platillo hasta tocar el suelo. una segunda orden, dos soldados empezaron a echar en el otro platillo los sacos del dinero. Siguióse silencio espectativo.
Al caer los primeros sacos en la balanza. el platillo del desgraciado reo, osciló bruscamente y se elevó un poco del suelo, casi nada. Un vuelco agitó el corazón del sentenciado, comunicándolo a la muchedumbre que palpitó como un solo corazón. siguieron cayendo los sacos en el 2807
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