Guardar

los ideales de libertad de todo un pue.
blo que luchara por romper sus ligadu.
ras; si bien su cerebro concebía aún grandes cosas que eran admirables litopias de reivindicaciones, llegó un dia en que se sintió inútil para la lucha activa y hasta sus escritos, sus disertaciones fogosas, palpitantes de un gran amor por el Universo. callaron y se extinguieron como un fuego sin combustible.
Su cuerpo, antes de olímpica belleza, erguido y fuerte como una peña, se fue encorvando; su sangre pura, se envenenó locamente en los placeres que hallaba en los brazos de Lidia, y empobreci.
da rápidamente dejóle sin alientos, sin energías, viejo antes de serlo.
Su madre había muerto con un odio sordo contra aquella mujer que se había apoderado de aquella hermosa juventud que ella imaginó tan fecunda, desde la cuna del pequeño Román hast la manifestación de la privilegiada inteligencia del hombre hecho, quien el mundo en que vivía empezaba admirar, y había muerto todo, todo en aquella red tan temida de las madres; los brazos de una mujer, impuros y fatales. muerta la madre, Lidia, cada día más loca por Román, había despedido al viejo amante que la sostenía espléndidamente y con el pretexto de la salud del enfermo, se lo había hecho suyo llevándoselo vivir con ella en su propia casa. Román que moralmente se sentía atado aqueila gente por el sacrificio de Lidia, se resignó aquella ida, cada vez más enfermo, más agotado, definitiva, irremisiblemente perdido. no podía odiar la mujer de quien se sentía adorado y que, después de una noche de amor, mortal para él, sabía trasformarse en la más solicita de las enfermeras, llena de ternuras maternales, propias de unos cabellos que ya dejaba encanecer libremente, y de su rostro marchito en el que aún quedaban vestigios de una arrogante belleza.
En aquella casa todos parecían querer Román, hasta el marido, que le asistía con una especie de fervoroso agradecimiento, pues la fortuna del joven proporcionaba todos una vida cómoda y regalada, aunque no tan lujosa como la tenida con otros amantes anteriores; pero el hombre no era exigente y comprendía que con los años de Lidia aquello era aún una verdadera ganga para la familia.
Los hijos atendían al enfermo amables y solícitos, como un huésped que, pagando con esplendidez, convenía conservar; y hasta le hacían compañía los parientes pobres, de problemática y sospechosa existencia, parásitos de aquel extraño hogar donde todo el mundo era libre; esposa, marido, hijos. todo el mundo menos Román, al que nadie escla.
zitaha, Infinitas y amargas pasaron por el pensamiento de Román, las remembran zas de todo lo que había perdido sin lle.
gar poseerlo. Hacia memoria de los amigos; algunos aún llegaban a visitar.
le, a hablarle de ideales comunes; a con tagiarse de los entusiasmos que aún guardaba en el fondo de su sér, sin fuerza ya para lanzarlos fuera; amigos luchadores como él: algunos, como esclavos de ficticias libertades: otros que habían hecho su camino entre los convencionalismos que tuvieron que sacrificar sus primitivos sueños de sen.
timentalismo; pero éstos, que tenian espusa hijos. de los que nunca habla ban en casa de la buena compañera de su amigo éstos, llevaban en su frente cier ta serenidad que Román, inconscientemente envidiaba, ya que los hacia aparecer más dichosos en su esclavitud que él en su libertad. Ellos andaban por el mundo, alta la cabeza, con su esposa del brazo, y para los seres nacidos de sus serenos amores, la Sociedad aún injus.
ta, pero al fin Reina, por ser la más fuerte. tendría afectis y respetos que a los hijos de Román y Lidia si los hubiesen tenido no podria conceder.
Entretanto, más allá de la cerca de lilas, bien ajena a las amarguras que su vista llevaba al espíritu del pobre enfer mo, la abuelita seguía riendo y los nie.
tos, contentos con el deseado triunfo, palmoteaban gritando rítmicamente: Abuelita, bonita, es la madre de Dios!
Román sintió un hipo subirle a la garganta; su vido de tísico llegaban claras las vuces y las risas. Ante la luz de la ventana se interpuso una sombra. Qué tienes. volvió a decir la voz dulce, rozando con su aliento la cabeza del enfermo Qué tienes. Nada dijo él penosamente. Oh, síl tú estás peor. Lo ves? Se hace tarde y aquí arriba las tardes son frescas; entornaré la ventana, como antes, y te daré la medicina.
No protesto Román y la habitación se obscureció otra vez. Pero aún debilitados se percibían los trinos de los pájaros y las infantiles risas, mientras se iba desvaneciendo el aroma de las 11las y naranjos que flotaba en el aire renovado de la habitación. La cabeza del enfermo se hundió más en la almohada y sus dedos volvieron arañar la vuelta de la sábana.
De pronto, se sintió presa de un loco anhelo de Naturalesa.
Ya que has cerrado tráeme. flojardin; corre. tráelas.
tráelas aquí. dijo a la mujer que le hizo repetir lo dicho; tan débil era la voz.
tes. del 3246

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