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Revista Dominical. LA REPUBLICA. Domingo 11 de octubre de 1987 Por: Arturo Uslar Pietri Cuando, a raíz de la Primera Guerra Mundial, Oswaldo Spengler publicó su apocalíptica obra La decadencia de occidente tuvo no sólo el efecto de una campanada de alarma sino que provocó una grave e inagotable reflexión crítica sobre el destino de la civilización.
Por la misma época, Paul Valery escribió su famoso ensayo sobre la crisis del espíritu, en el que afirmaba que la guerra, con todos sus errores, había servido para recordar que las civilizaciones son mortales.
progreso. que ha sido recientemente traducido al español, en el que plantea con lujo de erudición el fascinante tema de si la humanidad, por lo menos la occidental, ha repudiado la idea de progreso que sostuvo por 25 siglos para adoptar una actitud pesimista y negativa ante el presente y el futuro.
La idea que el ser humano marchaba por un seguro camino hacia cada vez más bienestar se afirmó entre los pensadores de la ilustración. El siglo de las luces se consideraba como la obertura de una inacabable sinfonia que llevaria a todos los humanos hacia una cada día más plena libertad, justicia y fraternidad. Se pudo proclamar entre los objetivos de la sociedad el de alcanzar la felicidad. Esta concepción sufre su primera gran quiebra en la Primera Guerra Mundial. Pero ya antes la revolución industrial había traido como consecuencia indeseable la formación de grandes masas urbanas miserables, que antes habían existido en el equilibrio natural de una vida campesina.
Desde entonces el adelanto tecnológico y cientifico ha revestido un creciente carácter de amenaza. Se ha roto, en muchas formas, el equilibrio del hombre con la naturaleza. La población ha crecido en forma desmedida e incontrolable, la destrucción de los recursos no renovables amenaza el crecimiento, el desarrollo se ha traducido en muchas maneras en destrucción del medio natural, erosión, polución, contaminación, los adelantos científicos han llevado a las posibilidades aterradoras de la guerra nuclear, química y bacteriológica que podrían destruir toda la vida del planeta en una espantosa hecatombre final. La Segunda Guerra Mundial ensombreció todo el panorama.
No la sucedió una era de paz y de armonia sino las mayores tensiones sociales e internacionales, la guerra intermitente, la miseria, la desigualdad, y la creciente desnaturalización de la vida del hombre.
Muy poca gente se atreve a mirar el futuro con tranquilidad y ya han desaparecido por entero los profetas del progreso.
Muchos ven con desconfianza la idea misma del desarrollo que podría significar un creciente alejamiento de la naturaleza y una irreparable ruptura del equilibrio ecológico. Se llega a mirar con desconfianza la historia y con mayor desconfianza el porvenir.
Es evidente que se está de regreso de los grandes mitos que animaron hasta ayer la vida de occidente y que si algo caracteriza al habitante actual de las grandes metrópolis modernas es el escepticismo. La quiebra de los grandes mitos no tiene por qué ser un mal en si. De grandes mitos vinieron las guerras de conquista, el totalitarismo, la pugna nacionalista y muchas formas de odio entre los hombres.
El regreso de las ilusiones puede parecer melancólico pero es también el camino hacia la sensatez y el realismo.
Una humanidad más sensata y menos embriagada de inalcanzables ilusiones, más consciente de sus limitaciones y de sus posibilidades reales, más racional y prudente y menos mágica, no tiene por qué se peor que la del pasado sino, por el contrario, podría ser más pacífica y madura, más modesta y segura, lo que, después de todo, puede ser la única forma de alcanzar eso que inútil y locamente se ha buscado por tantos medios absurdos que es el equilibrio, la paz y la seguridad del individuo, que sería la única forma de ese ideal imposible de la felicidad.
En sintesis, una nueva historia que no contaría con tantos héroes como la del pasado pero que, seguramente, también contaría con menos víctimas.
EL FIN DEL PROGRESO SA visión de decadencia y de ruina final de la más rica y poderosa civilización que el mundo haya conocido venía a contradecir dramáticamente lo que había sido casi un dogma del pensamiento occidental desde los griegos, la idea de progreso. Esa vieja idea, tan arraigada en el pensamiento de occidente, veía la historia de los hombres como un proceso continuo hacia el progreso, que venía del pasado, animaba el presente y se proyectaba hacia un porvenir cada vez mejor. Esa noción linear del progreso, que conduciría indefectiblemente cada vez a mayor bienestar y felicidad se fue afirmando desde el Renacimiento hasta alcanzar su apogeo en los siglos XVIII y XIX. La historia era la crónica evidente del progreso y anunciaba un porvenir cada vez mejor. Las más poderosas corrientes de pensamiento, en distintas y hasta contradictorias formas, expresaron esa misma concepción. Desde el positivismo de Comte, el evolucionismo de Darwin, hasta el marxismo, sirvieron de soporte a lo que más que una idea era casi un dogma evidente, que el hombre era el sujeto y el agente de un creciente progreso en todas las formas, desde las materiales hasta las espirituales.
El profesor norteamericano Robert Nisbet publicó hace años un excelente trabajo sobre la Historia de la idea de Este documento es propiedad de la Biblioteca Nacional Miguerobregon Lizano del Sistema Nacional de Bibliotecas del Ministerio de Cultura y juventud, Costa Rica

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