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dará de su perro otra vez. Le ví esta tarde sentado en su butaca en una actitud tan dolorosa, en un silencio tan raro, que no me atreví ni siquiera entrar su aposento. Comprendo que un pesar le agobia.
Ah! los hombres como que tienen mucho de los perros! Los perros también tenemos mucho de los hombres. Qué cruelísimo tormento! Es verdad que él sufre, mas no por eso recupero sus caricias. Lo hallé después de almuerzo, de codos sobre la mesa, la cabeza hundida entre las manos. Con cuánto temor me acerqué quedamente y apoyé el hocico sobre sus rodillas. No me sintió. Levanté las manos y las puse sobre sus hombros gruñendo con dulzura. Volvió mirarme con inusitada cólera y me golpeó la cabeza, gritando: Quita!
Salí en efecto y lloré. Los perros también lloramos, y est campoco lo saben los hombres. Nuestras lágrimas son subterráneas corren por dentro, bajo nuestro pecho de bestia. Algo espantoso ha pasado en esta casa! Anoche, media noche, cuando ladraba la luna, sentí una detonación en la alcoba. De un salto estuve en la puerta y la encontré ajustada, pero la abrí metiendo angustiosamente la cabeza por entre las abras. Qué horror! Vi que mi amo pataleaba en su lecho y que le brotaba mucha sangre de las sienes. Lamí esa sangre caliente y percibí un sabor de verdadera vida. poco quedó inmóvil. raramente pálido, en tanto que yo aullaba de desesperación, envueltos ambos en una nubecilla de humo de pólvora. Llegó entonces el sirviente de la casa, se haló espantado de los cabellos, y abrazándome. Mouston! pobre Mouston!
Me hallo en este momento echado bajo una caja negra donde metieron mi amo. El no ha vuelto a hablar ni moverse. Callo medrosamente percibiendo un aroma tristemente voluptuoso. Hay cuatro cirios, paños negros, coronas de flores blancas, y alcanzo ver que en el corredor de la casa se pasean silenciosos los dos amigos que almorzaron el otro día aquí. Estos señores deben de ser perversos. Si se acercan, les despedazo. Ahora comprendo qué es morir, y seguir sin embargo viviendo. Sí, lo comprendo, ó, al menos, lo adivino. De aquí no me voy sino para allá, con mi amo, para donde está Ketti. Huele inmortalidad y bato mi cola acariciando un ensueño lejano.
GUSTAVO GAITÁN 1879
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